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Vida, pasión y agonía del béisbol nacional

Prólogo del doctor Danilo Aguirre al libro de Edgar Tijerino, "De Cayasso a Nemesio, Los Cinco Mundiales Nicas" (diciembre 2012)

Danilo Aguirre

11 de noviembre 2015

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La Historia del pueblo nicaragüense está llena de sufrimientos y frustraciones.

Esas páginas se vuelven más dolorosas, cuando el avistamiento de un horizonte venturoso, nos ha dejado anclados a la orilla de la gloria.


En estos trances hay que incluir los desgarros propios de una nación empobrecida por las acciones recurrentes de cúpulas políticas atrasadas y corruptas, así como la crucifixión sísmica de nuestras ciudades del pacífico, colocadas entre las fallas del Océano y la cadena volcánica que las atraviesa.

NemePero no se asusten, no es este un prólogo para profundizar sobre esos temas, sino para hablar de béisbol, más concretamente de la vida, pasión y agonía de las selecciones nacionales, que durante muchos años fueron y en alguna medida lo siguen siendo, una fuente más de esas amarguras que anotábamos al principio de estas reflexiones.

La ocasión es propicia, cuando Edgar Tijerino, en su incansable búsqueda de hitos y paradigmas de nuestros deportes, para convertirlos en libros que perennicen su memoria, ha fijado su próxima parada en la conjugación de valores que encierra, recorrer las huellas de nuestro pasatiempo nacional, entre las figuras de Stanley Cayasso y Nemesio Porras, cuyas pisadas son más profundas y transparentes que las de Acahualinca.

Ni que decir que Tijerino lo hace en el momento más espléndido de su prosa, cuando su manejo del lenguaje y la erudición de sus metáforas, se han convertido en una suerte de prestidigitación con el uso de los géneros periodísticos y la literatura.

Sin lugar a dudas, es un acierto de Edgar, ubicar en los polos de su obra, a dos leyendas del poder y la eficacia, de la disciplina y la entrega, de la sencillez y la gallardía, del orgullo sin petulancia para vestir el uniforme de Nicaragua.

Cayasso pudo ser Nemesio y Nemesio pudo ser Cayasso. Son símbolos calcados uno como el otro para representar con el mismo rigor las etapas de nuestro béisbol que les tocó protagonizar.

Soy de los que creen que las intervenciones de los marines norteamericanos, no fueron determinantes para que en Nicaragua prevaleciera el deporte de los bates y las pelotas, sobre el fútbol que se asentó en el resto de Centroamérica.

La mejor prueba de ello es que el béisbol llegó primero a las Costa del Caribe que al Pacifico de nuestro país y que a lo largo de más de un siglo, la más límpida integración de nuestros hermanos caribeños con las regiones mestizas se ha dado en la práctica de este deporte.

Cuando Nicaragua a mediados de los años 30 del siglo pasado, ya empezaba a sentirse como potencia beisbolera, la figura más emblemática era “El caballo de hierro”, Stanley Cayasso.
Al iniciarse las series mundiales finalizando esa década, junto al inconmensurable Chino Meléndez y otros gigantes como el Zurdo Dávila, Pichón Navas, Jaguita Vallecillo, brillaban Jhonatan Robinson, Sam Garth, Culvert Newel, Timothy Mena.

La venida del Navy, las series del Atlántico, cuyos campeonatos disputaban el banderín nacional con el campeón del pacífico, son una hermosa demostración cómo desde el deporte y en nuestro caso concreto desde el béisbol, se eliminaban todos los prejuicios y se erigía una sola hermandad nicaragüense.

Transcurridas ocho series mundiales y arribando a 1947, salvo una que otra racha de mala suerte, las condiciones de la selección nicaragüense estaba ya listas para tocar el cielo.

Eran los años en que nuestro cronista deportivo mayor, que hoy se ocupa de estos menesteres en un libro más de su ascendente bibliografía, empezaba a gatear y dar sus primeros pasos, sin sospechar lo que algunas décadas después le depararía en el mundo de los deportes, su vocación, su decisión y la forjación de un estilo para “llegar a las multitudes sin hacer ninguna concesión” como dijera de Tijerino el poeta Horacio Peña.

La cita en Colombia para el noveno campeonato mundial de béisbol aficionado tenía singulares características.

Sin la participación de la selección cubana y con la ausencia de los Estados Unidos que había abandonado estas lides, los anfitriones aseguraban su competitividad y hasta la posibilidad de alcanzar el premio mayor.

No contaban que la tropa nicaragüense, con otras figuras alcanzando la excelencia como el Conejo Hernández y Eduardo Green y la siempre presencia del imperturbable Cayasso, rivalizando en edad y solidez con Timothy Mena, estaban también pensando lo mismo.

La inmensa afición beisbolera en Nicaragua y hasta los que sólo seguían esas competencias por el orgullo nacional, cruzaban los dedos y se arremolinaban en los pocos radiorreceptores que algunos moradores con recursos económicos se daban el lujo de tener en sus hogares.

Uno de esos vecinos, hizo algo más, sacó un parlante desde el segundo piso de su casa esquinera de la Colonia Lugo, ubicada frente a la antigua catedral de Managua y media plaza de la república se llenaba para seguir las incidencias que se daban en Cartagena y Barranquilla.

La derrota en el juego decisivo frente a Colombia, que una fantasiosa y mala reseña periodística sirvió para estigmatizar para siempre a Jaguita Vallecillo, nos bajó del pedestal que nos habíamos labrado y descendimos sacudidos por el primer gran impacto contra el elevado optimismo que nuestras selecciones de béisbol nos inspiraban.
No sabíamos que apenas se estaba abriendo el telón de otra gran tragedia.

El recordado y muy querido Chale Pereira Ocampo había alcanzado la Presidencia de la Federación Internacional de Béisbol Amateur y llevó a Colombia en un sobre cerrado, las seguridades del gobierno de Nicaragua para montar en nuestro país la Décima Serie Mundial.

Chale, estoy seguro, muy lejos de cualquier malicia política, pasaba por alto que el dictador Anastasio Somoza García había dado ese año un golpe militar al Presidente Leonardo Arguello y que los Estados Unidos estaban obligados por los Pactos de Washington a no reconocer ningún gobierno de facto. Así habían rechazado al títere con que Somoza pretendía sustituir al mandatario destituido y exiliado.

La actitud de un sector del ejército que apoyó al Presidente Arguello y otros visibles gestos de rebeldía, necesitaban de un gran acto de distracción nacional.

Nada mejor que traer la Serie a Nicaragua, donde se daba por seguro que otra vez sin Cuba presente, y superado el trauma del año anterior, sólo la iríamos a traer.

Los pactos de Somoza García con Carlos Cuadra Pasos en 1948 corrieron parejo con la construcción del Estadio Nacional.

Trabajando día y noche se logró alcanzar el 90% del diseño del coloso de cemento y el día de la inauguración, parecía que toda Nicaragua se había volcado en las gradas y en el propio terreno, entonces sin barda, y con grandes espacios entre las rayas y las mallas.

El fracaso fue estruendoso. Nuestra selección fue de derrota en derrota y el aliento del público se fue convirtiendo en burlas y rechiflas.

No tenían culpa ni los brazos heroicos de Medinita, Edzel Brown, el Zurdo Mendoza, ni las actuaciones siempre grandes de Cayasso, Green y compañía, ni mucho menos la dirección del cubano Juanito Ealo, quien tuvo que abandonar de incógnito el país.

Sólo pudimos ganarle a El Salvador y en medio de abucheos que sufrían nuestros peloteros, el segurísimo Eduardo Green dejó irse una pelota entre sus piernas que dio la victoria a Guatemala y que marcó el punto más alto de la debacle.

Fueron muchos los que coincidieron en el “jetatore” del dictador, quien sin saber nada de béisbol, no se perdía partido de Nicaragua y llegó hasta el ridículo gesto de bajarse al terreno aparentando desde el dogaut que dirigía a la selección que seguía acumulando caídas.

Al final algunas cosas buenas salieron, como tener al fin un estadio decente, aunque su próxima remodelación iba a esperar 22 años.

También se logró la sede del próximo campeonato mundial y algo muy significativo para los aficionados nicaragüenses: el empezar a sacar al Bóer del ostracismo a donde lo tenía relegado el celo que de su popularidad tenía el hombre de las Cinco Estrellas.

La Décima Primera Serie Mundial se jugó en 1950, la siguiente en México y la Décima Tercera en Cuba.

Nuevas estrellas llegaron a nuestra selección como Campanita Hernández y su estela de ponchados en la Ciudad de los Palacios y Alejandro Canales derrotando a Cuba en lo que sería nuestra segunda victoria frente a los antillanos en la historia de esos campeonatos.

El momento de alcanzar la máxima presea había pasado para nosotros y aunque batallamos con mucho decoro con nuevas marcas como las de Bert Bradford en México, ya no teníamos una calidad sostenida para acercarnos al primer lugar.

Todavía en Venezuela en 1953 dimos muestras que no todo lo habíamos perdido y con los disparos de Edmundo Roberts y el Goajiro Cosmapa y Stanley Cayasso estrellándose en el home buscando la carrera del empate a una frente a Cuba, concluimos airosos esa etapa que había arrebatado el entusiasmo de la inmensa cantidad de compatriotas que seguían las actuaciones de nuestras selecciones nacionales.

El pobrecito Bóer había vuelto a salir, esta vez de la transformación de aquel Boricuas, que Lucas Vicent, un puertorriqueño y socio de Somoza, había mantenido en el Departamento de Carreteras.

Pobrecito digo del Bóer, por que con todo su arrastre nacional, pasaría muchos años más tarde a convertirse en rehén de lo politiqueros de turno que han querido cubrirse con su popularidad.

Las Series Mundiales se suspendieron por una de las tantas guerras intestinas de la FIFA y la calidad de los campeonatos nacionales dieron pase a la primera Liga Profesional, que relegaría al béisbol aficionado a torneos de muy poca incidencia.

Así, la Serie Mundial, que se reanuda en 1961 en Costa Rica nos encontró en un estado lastimoso y sería hasta 1965 en Colombia durante la decima sexta confrontación que volveríamos a mostrar con alguna timidez ciertos rasgos de lo que habíamos sido en el pasado.

No hubo visa para la selección cubana y Colombia se alzó con su segundo campeonato mundial.

Otro impasse en la reyertas de la Federación Internacional y la Décima Séptima Serie Mundial tuvo que aguantarse hasta 1969 en Dominicana, con la guerra fría trasladada ya al béisbol aficionado y con una selección de Nicaragua que emergía de los escombros de la Liga Profesional, cuyos últimos juegos se dieron al despuntar el año de 1967.

El dramático final de Cuba derrotando dos carrera por una a Estados Unidos que había vuelto a los torneos, hizo pasar desapercibido que Nicaragua estaba también de regreso en su calidad perdida y comenzaba a forjarse una nueva era que retomaría esperanzas en nuestra gran afición, de poder alcanzar el ansiado trofeo supremo que las glorias del pasado no nos habían podido brindar.

Cuba otra vez campeón mundial y que ya había cobrado factura a Colombia en los Juegos Panamericanos de Canadá denunciando a los futbolistas profesionales del país sudamericano, volvió triunfante a Cartagena en 1970.

La final de esa Décima Octava Seria Mundial fue nuevamente de Cuba frente a Estados Unidos, a ganar dos de tres juegos ya que habían finalizado empatados en el calendario regular gracias al no hit no run de Burt Hooton contra los antillanos.

Cuba ratificó su campeonato mundial y Nicaragua, que vio jugar por primera vez en esa Serie a los equipos de Holanda e Italia, aunque no tuvo gran ascenso en el standing final, peleó bravamente contra Dominicana, y la propia Colombia, cayendo sin embargo con marcada inferioridad ante Cuba y Estados Unidos.

Vencimos a los europeos y a Guatemala, sufriendo una inesperada derrota antes las Antillas Holandesas, pero lo más prometedor fueron los trabajos monticulares de Julio Juárez y Sergio Lacayo y las primeras señales que dieron Vicente López, César Jarquín, Calixto Vargas y Rafael Obando de que iban rumbo a convertirse en superestrellas.

En el congresillo, Cuba no tuvo rival para adjudicarse la sede del próximo campeonato y los únicos votos en contra, fueron Estados Unidos que alegó no tener permiso para viajar a La Habana y el de Nicaragua que con su sola mano levantada también había aspirado a montar el evento en 1971.

A pesar de todo, Carlos García que había recuperado la presidencia de Feniba y con sus reconocidas facultades de creatividad y audacia, arrancó para Nicaragua la autorización de realizar el primer Torneo de la Amistad.

El evento fue todo un éxito y por primera vez desde 1948 aparecieron sillas reconstruidas y pintadas en las gradas del Estadio Nacional.

La afición nicaragüense volvía a retomar esperanzas de que se estuviera gestando una selección que al fin nos diera un campeonato mundial. La cita en Cuba daría la medida.
Imponiéndonos en las tres primeras salidas y ya con la nueva ola de fieras en acción, el entusiasmo fue tal que para el duelo frente a Cuba, Anastasio Somoza Debayle autorizó un chárter para trasladar a La Habana a varias decenas de nicaragüenses.

Un día en el lobby del Habana Libre, el juego en el estadio Latinoamericano y una revista musical en la noche antes de partir de regreso a Nicaragua, dejó colmados a los viajeros y aunque perdimos frente a los Campeones Mundiales, el estrecho score y lo reñido del encuentro borraron diferencias abismales del pasado.

Carlos no se detuvo y esta vez fueron todas las tarjetas levantadas de las delegaciones los que otorgaron a Nicaragua el organizar la Serie Mundial número 20 de beisbol aficionado.
La selección recibía el empuje de Pedro Selva, Julio Cuarezma y el pitcheo nuevo pero muy prometedor de Antonio Chévez y Denis Martínez. Nicaragua estrenó cuatro estadios iluminados en los departamentos y una mayor remodelación en el Estadio Nacional.

Los peloteros nicaragüenses habían tenido preparación en Europa, participando en el torneo de Harlem, Holanda y la gira culminó con un empate ante Cuba logrado con un jonrón en el noveno inning de Germán Jiménez, cuya pelota se perdió en la costa del mar de Pésaro, dado que los outfielders tenían como límite hacia atrás, la suave llegada de las olas en ese bello balneario italiano.

El segundo torneo de la Amistad en Dominicana, fue escenario de la tercera victoria contra Cuba, con la actuación combinada desde el box de Denis Martínez y Antonio Herradora.
La celebración de la Serie Mundial en Nicaragua fue un espectáculo que quedaría para la historia de estos certámenes y una vez más comenzamos a soñar.

Son muchos los que estiman que fue esta la mejor selección que ha tenido Nicaragua; mi opinión es que el punto de ebullición se alcanzó tres años más tarde.

La presencia en 1972 de selecciones de Asia y Europa dieron al evento su verdadera categoría de mundial.

No pudimos descifrar el enigma de los lanzadores japoneses y aquellas cuatro bolas malas de Herradora frente a Estados Unidos que hicieron llorar a toda Nicaragua, nos cortaron el camino hacia la meta, pero levantamos la garra venciendo nuevamente a Cuba.

Pese a las dos derrotas, los fieles seguidores de la selección quedaron convencidos que esos muchachos estaban para más y había que estirar la paciencia.
El terremoto que en diciembre de ese año destruyó Managua, fue seguido de otro gran sismo que estremeció y partió la FIFA.

La Vigésima Primera Serie Mundial se jugó también en Nicaragua y con el brazo echando humo de Denis Martínez en León frente a Estados Unidos, casi llegamos a la cima, pero recurrentemente volvimos a quedar arañando la victoria.

Con tres managers de calidad como Noel Áreas, Argelio Córdoba y Heberto Portobanco turnándose en la dirección, con la asistencia técnica de un sabio en béisbol como Tony Castaño, podíamos decir sin equivocarnos que Nicaragua había recuperado la potencialidad de antaño.

Efectivamente, a pesar de la división interna y externa del béisbol aficionado, estuvimos a un out de ganar el campeonato mundial en Estados Unidos, el mismo día de 1974 que la frustración se nos compensaba con la victoria de Alexis Arguello sobre Rubén Olivares y nuestro país lograba por fin en boxeo, su primera corona mundial.

La última demostración de que una selección nicaragüense podía pelear de tu a tu con todo lo mejor de América, el Caribe, Europa y Asia se dio al año siguiente en Colombia con los truenos de Ernesto López y Porfirio Altamirano propinando el revés más contundente al siempre poderoso equipo cubano.

Habíamos ganado la rifa del triple empate y sólo esperaríamos al ganador de Cuba y Puerto Rico.

Había sin embargo que saltar sobre los noveles chinitos de Taiwán y como en 1948 tampoco pudimos llegar a romper la cinta de la meta.

Los años que siguieron fueron poco a poco restableciendo las viejas hegemonías. Terminamos los años 70 luchando, pero rezagándonos y en los 80 con todo el beisbol emplantillado por el Estado, incluyendo los directivos de los clubes, solo conseguimos algunos destellos de la antigua grandeza, como la medalla de plata en los Panamericanos.

La reconstrucción en los 90 y en el siglo 21 se llenó de grandes valores individuales, pero colectivamente ya no hubo selección nacional con posibilidades de revivir las pasiones del pasado.

Entre esas individualidades está Nemesio Porras, en cuya figura, Edgard a querido ejemplificar las condiciones de destreza física y valores como ser humano que puede Nicaragua mostrar orgullosamente al mundo, sobre la estirpe con que ha conformado sus selecciones de béisbol.

Distinción irreprochable del autor del libro que hoy se presenta, a la que me sumo con la mayor de las satisfacciones.

Los recientes fracasos en Panamá, tanto en el Mundial como en la competencia para el Clásico nos retratan de cuerpo entero hasta donde hemos descendido. No hay frustración donde no hay aspiración y nos reconfortamos con vivir la excepcionalidad de los atletas criollos que han alcanzado el beisbol mayor de las Grandes Ligas.

Es posible que de la mano de esas nuevas estrellas volvamos a vivir sueños de gloria, como los alcanzados con Denis Martínez.

Alguna recompensa habrá de tener esa noble y devota afición del béisbol en Nicaragua.

Mientras eso sucede, demos lugar a otra clase de triunfadores en ese bello entorno de los deportes.

Uno de ellos, el que desde comienzos de los años 70 se dio el propósito de revolucionar la crónica deportiva y nos tiene convocados esta noche.

El personaje que con un dedo en las teclas, pero más de diez en la frente, no ha dejado ninguna satisfacción sin brindar a sus lectores y puliendo e ilustrando cada día sus entregas radiales, televisivas y escritas, produce tal admiración, que sentimos que ninguno de los medios de comunicación utilizados estaría completo si le faltara ese espacio que respalda con su firma.

Es indudable que me estoy refiriendo a Edgar Tijerino Mantilla que con este libro deja constancia para futuros historiadores del deporte en Nicaragua de todos los extremos y perfiles que conformaron esa frase mágica que llenó el espíritu de varias generaciones de nicaragüenses: La Selección Nacional de Béisbol.

Danilo Aguirre S.
Diciembre 2012.


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