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¿Una historia canalla?

Muy pocos novelistas ⧿en el presente⧿ son capaces de alargar una obra sin que resulte tediosa.

Una critica literaria a Historia de un canalla, la novela más reciente de Julia Navarro, por Guillermo Rothschuh. Confidencial | Internet

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¿Debemos mostrarnos desconfiados de los críticos literarios? Al menos he llegado a comprender los efectos perniciosos derivados del control accionario de los grandes emporios mediáticos, sobre firmas editoriales de prestigio. El entrecruce de intereses resulta nocivo. Están extendiendo certificaciones positivas a obras literarias de menor rango. Muy pronto podremos leer a Paulo Coelho bajo su sello editorial y trataran de convencernos ¡que se trata de un autor cómo pocos! ¡Imprescindible! ¿Solo importa hacer dinero? Con un amplio radio de propiedad, (son dueños de las editoriales y de los medios de comunicación donde aparecen las reseñas), deberían poner en resguardo las editoriales donde publican temas y autores consagrados. ¿Estoy pidiendo lo imposible? El lanzamiento de Historia de un canalla, (Vintage español, marzo de 2016), vino precedido por su apoteósica consagración. La novela más reciente de Julia Navarro (863 páginas), fue festejada como un parto luminoso. Una obra singular que exploraba las rendijas del inconsciente humano. Una promesa incumplida.

La estructura narrativa a la que recurre Navarro evidencia un facilismo desalentador. El juego de voces —la primera persona y su alter ego— no logran el contraste deseado. Thomas Spencer evoca en su agonía toda la maldad de la que estaba hecho. Su mirada retrospectiva lejos de contrastar los dos momentos —lo que hizo a lo largo de su vida y lo que debió hacer— reafirma que se trata de una persona sin remordimientos. La insistencia de la novelista por establecer la maldad como su más grande atributo, empobrece las reflexiones posteriores de Spencer, donde reafirma su falta de arrepentimiento. Explora muy poco el inconsciente humano. Navarro no logra la profundidad de las reflexiones que realizan los personajes que aparecen en Los enamoramientos de Javier Marías, (Alfaguara, 2011). Historia de un canalla carece de la sutileza ni alcanza el nivel de las elucubraciones persistentes de los personajes de Marías. Menos que logre el suspenso que rodea la historia de amor y muerte de Los enamoramientos. Su novela es solo un culebrón cansino y simplista.


Prevenido como estoy, no debí ser víctima de los cantos de sirena de los panegiristas, convertidos de pronto en críticos o en escribidores de reseñas literarias. La atracción de la novela obedeció a la carnada puesta en el anzuelo. Vivimos el auge de novelas sobre medios, especialmente acerca de la actuación de la prensa escrita, señuelo con el que me atraparon. Después que Ignacio Ramonet señaló la complicidad de los medios por demitir de su función crítica, las reseñas me hicieron pensar que ahondaba en las encrucijadas y dilemas de la prensa escrita. Me lancé a la piscina creyendo que estaba repleta y apenas estaba a medio llenar. A Historia de un canalla le sobran páginas y le falta frescura. No consigue el tratamiento requerido de un tema que cualquier novelista curtido se explayaría a sus anchas. Navega a medio camino entre la crítica al periodismo y las relaciones públicas. Más bien Navarro pone de manifiesto la manera que las relaciones públicas fagocitan al periodismo. Los medios puestos al servicio de instintos carniceros por parte de relacionistas públicos.

Las alusiones al periodismo son ligeras puntadas. ¿A qué se debió su falta de interés por desarrollarlas? Su defensa del periodismo investigativo asoma la cresta. Pudo hilvanar una narración más amplia. Su conocimiento del tema le permitía matizar sus aseveraciones. En el diálogo entre Evelyn y Bob (págs. 255-260), agota su munición. Sintetiza la mención más elocuente sobre un tema muy suyo. La desproporción entre periodismo y relaciones públicas es enorme. ¿Será por qué las aborrece? ¡Ay Dios mío! ¡En que líos me metí! Una vez descorchada la botella empecé a beberla a sabiendas que en la medida que avanzaba la resaca sería mayor. Otra tortura. ¿Cómo es posible que una obra editada para los lectores de esta parte del mundo este plagada de españolismos? Tenéis, conoceros, os, podéis, confiéis, habéis, tuvisteis, convendréis, etc. En estas latitudes nadie habla de esa manera. Suena lejana. Nosotros no decimos ya me tenéis hasta el huevo, aquí decimos ¡Ya me tienes hasta el huevo! Como en verdad lo estoy.

Navarro no consigue una caracterización adecuada de Thomas Spencer. Se afana en mostrar su maldad de forma tan explícita, que sus recapacitaciones ulteriores, donde reflexiona sobre la posibilidad de una conducta distinta, resultan poco creíbles. La insistencia por crear al personaje–monstruo deviene en caricatura. Es un maldoso, no un canalla. Spencer es un ser atribulado por múltiples complejos —sobre todo racial y edípicos— inseguro, dual, vengativo, caprichoso, infantil, falaz y rencoroso. Narcisista y grosero con las personas de menores ingresos económicos. El afán por convertirlo en un ser poseído por la maldad, conduce a Navarro a olvidar las reglas del género: nunca perder de vista los alcances de sus personajes. Las contradicciones saltan. Thomas elucubra sobre una Esther desconocida. Cada capítulo resulta previsible. El comportamiento con su madre y padre de crianza, sabemos de antemano, que será tormentoso. La definición anticipada de la conducta de Thomas la induce a pecar en demasía. Está plagada de certidumbres. Un verdadero long sellers.

Muy pocos novelistas ⧿en el presente⧿ son capaces de alargar una obra sin que resulte tediosa. Se metió en un embrollo. Navarro estiró tanto Historia de un canalla, que en las primeras cien páginas uno sabe que no habrá sorpresas. Todo lo que viene será más de lo mismo. No hay posibilidades que ocurra algo distinto. Los maestros de las novelas largas son los escritores rusos. Sobre todo Dostoievski. El cubano Leonardo Padura se atrevió a cruzar el atlántico al nado y lo logró. En El hombre que amaba los perros, (Tusquet, 2009), no hay ninguna línea que sobre. Las peripecias de Ramón Mercader —el verdugo de Trotsky— están llenas de vitalidad. Años antes Mario Vargas Llosa había emprendido un recorrido similar. La guerra del fin del mundo (1981), sintetiza el oficio de un novelista que explora un territorio y una lengua ajena a su tradición narrativa. Los personajes son inolvidables. Construye la novela arquetípica. Me resultó desconcertante que Navarro haya dicho —desconozco sus intenciones— que se sentía halagada de compartir editorial con Gabriel García Márquez. ¡Nada más!

Las argumentaciones, el deje, los giros y cambios de humor de Thomas, son los de un macho atrapado en su propia urdimbre. Sobresale su carácter misógino. En el fondo odia a las mujeres. Las instrumentaliza y convierte en escorias. Se divierte golpeándolas. No siente rubor al maltratarlas (Olivia y Doris). Las conduce al suplicio y al suicidio. Tampoco siente remordimiento por haberlas inducido a la muerte (Lisa y Yoko). Frío y previsor, evita ser herido por su propia esquizofrenia. Dipsómano, está consciente de precipitarse al vacío. Autodestructivo, no atempera sus excesos. Empieza a vivir una crisis de la que no logrará salir. Paranoico, duda de la fidelidad de la única mujer en quien confiaba. Cree que Esther, Olivia y Doris se han confabulado para asesinarle. Tienen suficientes motivos para odiarle: han sufrido sus desmanes. Desde el inicio estamos sabidos que no se trata de una novela con un final feliz. Thomas —dispuesto a agriar la vida de Esther— deja establecido en su testamento que le realicen una autopsia, para verificar si no había sido envenenado. ¡Tenía conciencia de sus horrores!

Lo único destacable de Historia de un canalla, son las frases brillantes desparramadas a lo largo de la novela. Sentencias que debió matizar. Lástima que fueron desaprovechadas. Las agrupé por temas y las comparto:

“En la era de la comunicación no se puede improvisar. /No se salga del guión. No improvise. /No me gusta ahogar a un hombre que no sabe nadar, pero si se trata de sobrevivir… yo lo haré. /Pretendíamos vender humo en papel  de celofán. /No se puede hacer publicidad de lo que no existe. /No hay político que no se resista a dar puñaladas a sus oponentes. /En el juego del poder no hay inocentes. /Hace falta instinto asesino para dedicarse a la política./Dividir es vencer, te suena. /En política se buscan los puntos flacos de los oponentes, y si tienen secretos en el armario se airean. /La política es un gran charco de mierda. /Una vez que la mierda se revuelve, lo impregna todo. /Si trabajas permanentemente en las alcantarillas terminas oliendo a mierda. /La llegada de la muerte viene precedida de un olor especial. /El hombre es un ser social hasta cuando está delante de la muerte. /No hay nada mejor que un empresario en apuros. /Pregúntenle a Dios porque le gusta tanto vernos sufrir./La vida es una deuda permanente con otros./Demasiado recto para aceptar que había un mundo de sombras de donde se movían los hilos de la historia./Es fácil contar con la opinión pública cuando se trata de echar un dictador./Nada de violencia innecesaria. /La vanidad es infinita y las mujeres son sensibles ante un hombre que dice amarlas y estar dispuesto a morir por ellas. Su ego se ensancha. /En este país (Estados Unidos) no se ganan elecciones si uno no enseña a la familia. /Aunque te cueste creerlo hay gente que tiene principios.”

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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