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Periodismo canalla

Novela redonda, Enrique Serna recorre en El vendedor de silencio todo el periplo, desde la ascensión a la fama e impunidad que gozaba Carlos Denegri

Portada del libro El Vendedor de Silencio, de Enrique Serna. // Foto: Tomada de Mercado Libre

Guillermo Rothschuh Villanueva

27 de octubre 2019

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Me sumergí alborozado, fui deslizándome suavemente, venciendo mi aprensión de desvelarme, extasiado por la galanura de su prosa y regocijado por encontrarme con un escritor y no con un periodista, a quienes debo de alguna manera una radiografía del comportamiento de buena parte de la prensa mexicana. Eran los años que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dictaba las normas de conducta a diarios, periódicos, radios y telenoticieros. El escritor se había dado a la tarea de poner al desnudo sus tropelías de forma brillante, asido a su capacidad fabulatoria y sin hacer concesiones inútiles que desmeritasen la solvencia de una novela, con todas las trazas de mostrarse fiel a la historia, partiendo de la trayectoria inescrupulosa del célebre Carlos Denegri. Escurría lentamente mis ojos sobre las páginas. Sentía placer.

Es probable que a muchos el nombre del reportero no diga gran cosa. Se trata de un obtuso envanecido por el poder que otorga el periodismo, a quien lo ejerce de manera subyugante, con altísimo vuelo, dueño de una pluma acerada, amparado a la luz del poder. La prensa escrita —con muy pocas excepciones— estaba totalmente al servicio del partido gobernante. Los márgenes para la disidencia no existían. Sobre esas aguas turbulentas emprende su travesía Enrique Serna. Decide ofrecernos un espejo acabado de la conducta de los políticos más encumbrados del PRI. Caterva de engendros, convirtieron el periodismo en un ejercicio mediocre y domesticado. La sagacidad del novelista es haber escogido a la figura emblemática de Carlos Denegri. Oveja descarriada, porfiada y vanidosa, envileció el periodismo mexicano.


El vendedor de silencio (Alfaguara, 2019), una apuesta más que necesaria, devela las corruptelas promovidas por los políticos. El endiosamiento y la zalamería los envanecía, a pesar de estar conscientes que la adulación recibida se debía a los embutes e igualas pagadas en las mesas de redacción y a los propios periodistas. Denegri es caso aparte. Los periodistas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta de la prensa mexicana, igual que los aprendices, coincidían en juzgarlo como el mejor reportero de esa época. Uno de los pocos que no sucumbió a la corrupción auspiciada por el PRI, Julio Scherer García, lo llamó “El mejor y el más vil de los reporteros”. Un juicio que destaca la calidad de periodista que era Denegri, a quien le sobraba talento, pero carecía de ética. Gozó de las mieles del poder como ningún otro periodista.

Su figura se agrandó en Excélsior, el diario más importante, comenzó como reportero de la nota roja. Conocedor de su valía tuvo como aliado al director Rodrigo de Llano. Este lo catapultó a la fama y precipitó a los abismos. Su promotor y sepulturero. Enrique Serna expone en su desnudez, una máxima de Llano: Un periodista gana más dinero por lo que calla, que por lo que hace alharaca, expresión concisa de los numerosos axiomas que encierra El vendedor de silencio. Sableadores o venaderos llaman en el argot nicaragüense a los periodistas metidos de lleno a esta práctica. En el México de entonces el principal cliente de los diarios era el Gobierno, no los lectores ni los anunciantes. La censura se ejercía con mano de hierro a través de la Secretaría de Gobernación. El resto lo hacía la autocensura. Una prensa silenciada y complaciente.

La técnica utilizada en El vendedor de silencio, conduce a evocar uno de los recursos de Mario Vargas Llosa en Conversación en la catedral (1969). Más allá del parentesco entre ambas novelas —dos periodistas constituyen el eje rotor— el diálogo de Denegri con Jorge Piñó, es muy parecido a la conversación de Santiago Zavala con Ambrosio. La segunda parte de El vendedor de silencio —Contrapuntos— viene a ser la transición requerida para que Serna pueda armar el rompecabezas de manera perfecta. Denegri aparece haciendo el panegírico de su maestro, Rodrigo de Llano, en las honras fúnebres que le tributan en Excélsior a raíz de su muerte. En la primera parte —El asedio— Serna se instala en el presente y la tercera —Encadenados— empalma con el último matrimonio de Denegri, por añadidura misógino. Muerto por su mujer.

Otro rasgo miserable de Denegri, era el trato infamante que daba a las mujeres. En sus indagaciones, Serna cree haber encontrado el secreto de esta conducta patibularia. Nunca llegó a saber quién era realmente su padre. Su madre, argentina por todas señas, se casó con un mexicano y estaba preñada. El valor del dato se debe a la incidencia que tuvo en su desdén por las mujeres. Su padrastro, el coronel Ramón P. Denegri, un verdadero padre. Serna transcribe algunos textos elaborados por Denegri, y en ellos resalta el profundo amor —si es que alguna vez quiso a alguien— que le profesa. La forma coqueta de su madre le causaba repudio. Su infidelidad lo marcó para siempre. A eso obedeció su eterna inseguridad con las mujeres. No creía que las estas fuesen capaces de guardar amor por un solo hombre. ¡Celoso hasta matar!

La definición que hace Piñó de Denegri, periodista a quienes los políticos no pudieron cooptar, la toma prestada del poeta Salvador Novo. “Cuando vi la obra identifiqué de inmediato a todos los personajes, empezando por ti. Ese negociante del periodismo, que proyecta venderle publicidad encubierta a los políticos y a todos los buscadores de notoriedad, es idéntico a ti de joven. Querías ser el Walter Winchell mexicano, tener una red de informantes para enterarte de secretos vergonzosos y utilizar ese poder para cobrar tus menciones y tus silencios a precio de oro. Lo conseguiste, por supuesto. Pero hablando a lo macho, ¿nunca has sentido que malograste tu vocación?”. El fichero político de Carlos Denegri era completo. Tenía al frente como responsable a un periodista para que se encargase de administrarlo. Lo nutría con esmero. En el escondía información que utilizaba para intimidar.

Un fichero que a su entender era un tesoro. ¿Cuántos años le llevaría investigar de manera exhaustiva a todos los personajes de la clase política mexicana, de los negocios y de la alta sociedad? En algún momento podría sacar ventaja. Se ufanaba de acaparar secretos que valían millones. Los colores de los folders estaban relacionados con los niveles de importancia, “… más o menos equivalentes al cielo, al purgatorio, el infierno y el limbo”. El amarillo contenía información detallada sobre la élite del poder y el dinero. En su concepción del periodismo, él no tenía fuentes, solo socios. A Sóstenes, su monaguillo, se solaza en explicarle quiénes eran los inquilinos del purgatorio verde. Los ficheros rojos estaban reservados para los políticos caídos en desgracia. A estos últimos había que pegarles duro por encargo de la autoridad.

El mismo Denegri estaba consciente que entre más exageradas eran las loas, menos creíbles resultaban. Dentro de ese mundo abigarrado, lleno de podredumbre, emergen varias figuras del periodismo mexicano que no sucumbieron a las tentaciones del poder. Jorge Piñó Sandoval adquiere resonancia especial dentro de la novela. En Contrapuntos opera como objetor de conciencia de Denegri. Las evocaciones que ambos hacen del pasado, sirven para rebatir la condescendencia de Denegri con los políticos del PRI. Piñó cuestiona que “un diario alquilara a un columnista una plana completa y lo dejara revenderla al mejor postor, repartiendo palos y caricias”. Se lo echa en cara y lo zurra sin contemplaciones. Con la solvencia moral que gozaba, recrimina que su ejemplo hiciera escuela y un montón de denegris se apresuraran a imitarle.

Novela redonda, Serna recorre en El vendedor de silencio todo el periplo, desde la ascensión a la fama e impunidad que gozaba Denegri, sabiéndose acuerpado por el poder, su megalomanía y su misoginia, hasta cuando ocurrió lo esperado: mal dispuesto con Luis Echeverría, este ordena que le peguen una patada en el culo y prescindan de sus servicios para siempre. El encargado de defenestrarle fue Julio Scherer García. Otra ave rara dentro del firmamento del periodismo mexicano en aquellos años canallas. Piñó se lo había advertido. Denegri nunca quiso oírle. Jamás pensó que su estrella dejaría de brillar. Sus borracheras, escándalos en las cantinas, agresiones contra las mujeres y el ascenso en la dirección de Excélsior de una nueva camada de periodistas, marcaron el final de su carrera periodística. Muerto en vida.

Supe que era de madrugada cuando me acerqué al reloj para saber la hora, en ese momento había terminado de empinarme la última línea de El vendedor de silencio. Terminé de comprobar que el valor de la novela no radica únicamente en la materia planteada —un destape espléndido— su fuerza narrativa deviene de la solidez de la argumentación y del conocimiento del terreno que pisa. El tejido de la urdimbre le da prestancia. La tesis de Enrique Serna resulta convincente. Por distintos caminos, la historia y la novela histórica se complementan. El historiador aspira a la verdad objetiva, aunque al final no lo consiga. El novelista no aporta pruebas a las verdades que intuye. La ficción encierra el sortilegio de proporcionarle las mejores armas para entrelazar el destino individual con el colectivo. Un logro indiscutible de Serna.


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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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