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Perder Bielorrusia está en manos de Putin

Muchos sostienen que Bielorrusia enfrenta una opción cuyas únicas alternativas son Rusia y Occidente, aunque los manifestantes no lo hayan manifestado

La gente asiste a una manifestación de protesta pacífica contra los resultados de las elecciones presidenciales, en Minsk, Bielorrusia, el 25 de agosto de 2020. // Foto: EFE

26 de agosto 2020

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MINSK/MOSCÚ – Enormes protestas se extendieron por Bielorrusia desde que Aleksandr Lukashenko afirmó fraudulentamente que había ganado con el 80 % de los votos la elección presidencial del 9 de agosto. Es posible que el futuro del país dependa ahora del presidente ruso Vladímir Putin.

Lukashenko gobierna Bielorrusia desde 1994, no le ha faltado apoyo popular e incluso recibió el apodo de Batka (padre), pero en las últimas semanas se sumaron a las protestas y huelgas enfurecidos ciudadanos de todos los sectores de la sociedad —entre ellos obreros, médicos y periodistas— y repentinamente jóvenes mujeres encabezaron la oposición. Svetlana Tikhanovskaya —la exmaestra que para muchos ganó las elecciones— no está organizando las protestas, pero su determinación canaliza el amplio descontento.


Bielorrusia, que se ha mantenido estable durante la mayor parte del gobierno de Lucashenko, a menudo es vista por sus visitantes como el país de Nunca Jamás entre Europa y la ex Unión Soviética. Linda con tres estados miembros de la Unión Europea (Letonia, Lituania y Polonia) y su capital, Minsk, tiene calles limpias y cafés confortables, pero los comerciantes venden estatuas de bronce de Stalin y tasas estampadas con la voz y el martillo y la frase «larga vida a la URSS».

Pasé por Minsk el mes pasado rumbo a Moscú desde Nueva York. La gente refunfuñaba por los arrestos políticos, entre ellos el del marido de Tikhanovskaya, Sergei Tikhanovsky, y el del millonario y ex director ejecutivo de Belgazprombank Viktor Babariko, claro favorito en las encuestas de opinión iniciales para la presidencia; pero muchos observadores creyeron que los pacíficos y obedientes bielorrusos —que hasta se detenían en los semáforos durante sus ocasionales manifestaciones para reclamar por sus derechos— no protestarían masivamente.

«Ahora que [Tikhanovsky y Babariko] fueron neutralizados, Batka se mantendrá en el poder», me dijo Svetlana Alexievich, ganadora del premio Nobel de literatura 2015. Alexievich ahora dice que «no reconoce» a sus conciudadanos, antes tan aquiescentes, que han salido a la calle. ¿Qué los motiva entonces?

La elección de Lukashenko en 1994 fue contraria a la tendencia liberal prevalente en Europa Central y Oriental, donde los gobiernos alineados con Occidente y el mercado rápidamente se consolidaron en el poder. Lukashenko gobernó inicialmente como un populista social autocrático, apelando a los ciudadanos comunes de mentalidad soviética que se sentían cómodos trabajando para el Estado y temían la propiedad privada, pero su gobierno se tornó cada vez más burocrático, con administradores profesionales modernos a las órdenes de un presidente encargado de distribuir la riqueza.

Así, a diferencia de Rusia, Bielorrusia tiene pocos oligarcas y el capital privado está subordinado a la burocracia estatal. Es un arreglo con raíces culturales e ideológicas: Lukashenko destinó gran cantidad de recursos a apoyar a la industria, la agricultura, la infraestructura y los beneficios sociales; y describió a Bielorrusia (que nunca había existido como país independiente hasta el colapso de la Unión Soviética) como un estado joven que necesitaba de su mano firme para mantener la independencia tanto de Occidente como de Rusia.

Hasta hace poco, la mayoría de los bielorrusos disfrutaban de seguridad económica: el país no era rico, pero no había pobreza; pero la seguridad económica se logró a costa de derechos y libertades fundamentales.

Además, con la desaceleración de la economía y el aumento de la desigualdad —un sistema de redistribución paternalista solo puede sobrevivir un cierto tiempo— incluso la base política de Lukashenko se fue alienando cada vez más de su gobierno opresivo. Las numerosas huelgas en fábricas e instituciones que en algún momento Lukashenko salvó de la «privatización depredadora» muestran que la mayoría de los ciudadanos están listos para apoyar unas elecciones libres.

En sus discursos poselectorales, Lukashenko sostuvo que Occidente dejaría a Bielorrusia librada a su suerte, poniendo en peligro la calma y la estabilidad. Este argumento pudo haber funcionado si no lo hubiera acompañado con una represión brutal de las protestas.

Pero es un error considerar que los eventos en Bielorrusia constituyen otra «revolución de colores» postsoviética, como insiste Lukashenko. Es posible que muchos de los manifestantes lleven el estilo de vida más occidental en la ex Unión Soviética y se hayan dado cuenta de que el paternalismo no implica estabilidad, sino un mayor estancamiento, que les impide lograr sus metas personales. El gobierno de Lukashenko se encuentra así en una lucha existencial contra un sistema de valores basado en el individualismo y la libertad de elección.

Si Lukashenko hubiera dejado el cargo tiempo, podría haberse convertido en una figura como Lee Kuan Yew en Singapur: fundador de un Estado al que dejó con una sólida identidad. Por supuesto, Lukashenko acusó a Occidente de planear y organizar la oposición, señalando que Tikhanovskaya huyó a Lituania cuando se anunció el resultado de las elecciones. La UE, mientras tanto, señaló que las elecciones no fueron «ni libres ni justas» y se negó a reconocer el resultado. La UE también comenzó a imponer sanciones personales contra los funcionarios bielorrusos responsables del fraude electoral y la violencia, y ha ofrecido asistencia financiera a la oposición.

Muchos sostienen que Bielorrusia enfrenta una opción cuyas únicas alternativas son Rusia y Occidente, aunque los manifestantes no lo hayan manifestado, pero podrían si el Kremlin, después de felicitar rápidamente a Lukashenko por su victoria, mantiene su silencio.

El Batka bielorruso se convirtió en un socio económico y político cada vez más complicado para Rusia, lo que explica por qué Putin no desea intervenir abiertamente en su favor. Pero en vez de apoyar cautelosamente a Lukashenko, Putin debió haber actuado más estratégicamente, como Occidente. Incluso si Lukashenko logra aferrarse al poder ha perdido legitimidad, porque para los bielorrusos será imposible olvidar las golpizas, la tortura y hasta los asesinatos con los que el régimen reprimió las protestas.

Tampoco olvidarán el silencio del Kremlin. Cada nuevo día de protestas se acumula en contra de los intereses a largo plazo de Rusia en Bielorrusia y alimenta desconfianza y hostilidad hacia el Kremlin entre quienes nunca antes las sintieron. Putin debiera expresar abiertamente su solidaridad a la sociedad bielorrusa, porque la buena voluntad del pueblo se ha tornado más importante que la del régimen de Lukashenko.

Si da ese paso ahora reduciría las posibilidades de que Occidente saque a Bielorrusia de la órbita del Kremlin. Si los bielorrusos consiguen esa oportunidad, Putin solo podrá culparse a sí mismo.

 

*Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School. Su libro más reciente (que escribió con Jeffrey Tayler) es In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones [Tras las huellas de Putin: en busca del alma del imperio a través de los once husos horarios de Rusia]. Copyright: Project Syndicate, 2020.

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Nina L. Khrushcheva

Profesora de Relaciones Internacionales en “The New School” de Nueva York. Dirigió el Proyecto Rusia en el Instituto de Política Mundial. Autora de los libros “Imaginando a Nabokov: Rusia entre el arte y la política” y “El Khrushchev perdido: Un viaje al Gulag de la mente rusa”.

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