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Los próximos 90 días: La hora de los precandidatos

Ortega ya decidió ir a elecciones con estado policial, sin reforma electoral, ni observación internacional, colocando al país al borde del abismo

In recent decades

Carlos F. Chamorro

8 de marzo 2021

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A ocho meses de las elecciones presidenciales y legislativas del siete de noviembre, en Nicaragua no existe ninguna de las garantías mínimas requeridas para celebrar una elección libre, transparente, y competitiva.

Vivimos bajo un estado policial que ha conculcado por las vías de hecho las libertades de reunión, asociación y movilización, y las libertades de prensa y de expresión. Hay más de 120 presos políticos en las cárceles, mientras los policías y las bandas paramilitares mantienen bajo asedio a más de 80 ciudadanos, entre ellos a cuatro de los ocho precandidatos presidenciales.


Daniel Ortega tampoco ha permitido el regreso al país de las comisiones internacionales de derechos humanos de la OEA y la ONU, para que puedan observar in situ las violaciones a los derechos humanos y certificar las condiciones para el retorno seguro de decenas de miles de exiliados. Pero, además, el estado de sitio ha sido reforzado con la aprobación de cuatro leyes represivas que criminalizan el derecho a la protesta cívica y amenazan con inhibir a potenciales candidatos a la Presidencia y al Parlamento, para eliminar de forma “legal” la competencia política.

Mientras la mayoría Azul y Blanco que demanda elecciones libres no puede ejercer ningún derecho político, la minoría que apoya al partido FSLN y su candidato a la tercera reelección consecutiva se mantiene en permanente campaña electoral. El Estado-partido-familia utiliza todos los recursos del Estado y los programas asistenciales: salud, educación, infraestructura, Bono Tecnológico, Plan Techo, y Usura Cero, para condicionar el acceso a los servicios públicos a favor del voto al “comandante y la compañera”, so pena de caer en la lista negra de la exclusión o en la coacción del terrorismo fiscal.

Adicionalmente, Ortega mantiene intacto el control del FSLN sobre la cadena de mando del Consejo Supremo Electoral, desde la cúpula de los magistrados hasta la Juntas Receptoras de Votos. Y cuando solo faltan tres meses para que venza el plazo otorgado por la OEA para implementar una reforma electoral, no existen avances ni contactos que sugieran que el régimen está dispuesto a concertar con la oposición y la OEA una reforma bajo estándares democráticos. Por el contrario, a pesar de las advertencias de la Administración Biden y la Unión Europea, es evidente que Ortega ya decidió ir a elecciones con estado policial, sin reforma electoral y sin observación internacional, aunque esto signifique colocar al país al borde del abismo.

En realidad, la creencia de que Ortega cedería ante la demanda de una reforma electoral por el temor a ser declarado un Gobierno “ilegítimo” a nivel internacional, es solo una quimera. Como la dictadura de Maduro en Venezuela, la de Ortega ya está internacionalmente aislada, pero se mantiene en el poder con la represión policial, el control del Estado, el apoyo de una minoría política, y administrando con eficiencia una política macroeconómica de mercado. Nunca se ha propuesto estatizar la economía, sino que les promete a los grandes empresarios regresar al esquema del cogobierno económico, preservando el monopolio del poder político sin democracia ni competencia política.

Bajo esta lógica autoritaria, Ortega está preparado para implementar de forma unilateral algunos “ajustes técnicos” en el sistema electoral, sugeridos en el memorándum de entendimiento con la OEA que expiró en febrero de 2020, pero sin ceder un ápice del control partidario que mantiene en el CSE. Una “reforma” cosmética, sin la OEA, y dejando por fuera la observación internacional, sobre todo después del trauma de las elecciones de Bolivia en 2019 que desembocó en la salida del poder de Evo Morales. A lo sumo el régimen invitará de forma discrecional a algunas delegaciones para cumplir con el ritual del “acompañamiento” el día de las votaciones, pero en 2021 no habrá una observación electoral como en 1990.

Sin una verdadera reforma electoral y sin observación internacional, ¿decretará la OEA la ilegitimidad del gobierno que resulte de la elección del siete de noviembre, o alegarán algunos que Ortega ha dado “pasos en la dirección correcta, pero insuficientes”?

¿Puede el régimen sobrevivir con unas elecciones no competitivas, apostando a la división de la oposición y a que la inscripción de una o varias alianzas opositoras le otorguen legitimidad a unos comicios en los que no está en juego el poder político de la dictadura?

Todo indica que esa es la estrategia que el régimen está siguiendo al pie de la letra, y mientras la oposición espera ilusamente que Ortega ceda a las demandas de la comunidad internacional, llegaremos a finales de mayo sin una reforma electoral democrática y sin garantías de elecciones libres.

El otro camino, mucho más azaroso, pero el único que puede despejar la ruta hacia la democracia, consiste en disputarle la iniciativa política a la dictadura y cambiar el equilibrio de poder. Históricamente, Ortega solo ha cedido cuotas de poder en condiciones de crisis que lo han puesto contra la pared, obligado por la presión popular, respaldada por la presión internacional. Así se produjo, por ejemplo, la inusual llegada al país de la CIDH de la OEA durante el estallido de abril 2018 y la convocatoria al primer Diálogo Nacional.

Paradójicamente, el surgimiento de ocho precandidatos presidenciales que algunos cuestionan como una feria de ambiciones, ha desatado una expectativa nacional sobre el poder del voto. Sin esperar el banderillazo de los partidos y alianzas, los precandidatos representan un nuevo actor político que puede relanzar la presión nacional por el cambio para salir de la dictadura.

Todos, sin excepción, apoyan la creación de una unidad opositora, una sola casilla electoral, y están dispuestos a apoyar al “candidato único” que sea escogido en una competencia democrática. Pero la pregunta que deben responder es qué acciones están dispuestos a promover para lograr la suspensión del estado policial y la reforma electoral, de las que depende una elección libre para llegar al poder. ¿Pueden los precandidatos comparecer, juntos, para demandar la liberación de los presos políticos? ¿Están decididos a convocar, juntos, a la resistencia cívica para restituir el derecho a elecciones libres? ¿Están dispuestos, juntos, a rechazar las inhibiciones políticas para partidos y candidatos derivadas de las leyes represivas del régimen?

Sin duda, el desenlace de las elecciones se dirimirá el siete de noviembre, pero los próximos 90 días serán cruciales para decidir si habrá o no elecciones libres y competitivas en Nicaragua.

En primer lugar, ¿cómo se puede hacer una campaña electoral democrática si el país entero está “casa por cárcel”? ¿Qué validez tienen las encuestas si la mitad de la gente en sus hogares tiene temor de responder a las preguntas de los encuestadores por el control que ejerce el FSLN?. Y si los precandidatos no pueden movilizarse en libertad, entonces deberían tener acceso irrestricto a la televisión abierta y la radiodifusión nacional, para debatir en los medios independientes que sí tienen una audiencia nacional, más allá del alcance limitado de las redes sociales.

Segundo, es imperativo que la oposición logre conformar una alianza electoral y escoja una fórmula presidencial a través de un mecanismo de selección democrático, antes que el régimen deje caer el hacha de las inhibiciones. Según los antecedentes históricos del calendario electoral, los partidos y alianzas deben inscribirse en junio, y los candidatos presidenciales y a diputados deberían inscribirse en julio. En consecuencia, la oposición está obligada a adelantar sus tiempos políticos para culminar en mayo la conformación de la alianza y la selección de candidatos, para valorar como un solo bloque y con un liderazgo unificado, las condiciones para ir a las elecciones y enfrentar los planes del régimen de anular la competencia política.

Por último, y no menos importante, la oposición debe resolver su principal desafío para conformar la alianza opositora que no es la selección de la fórmula presidencial, sino la de los candidatos a diputados. ¿Cómo serán seleccionados los 90 candidatos de la alianza opositora? ¿Se escogerán bajo reglas de competencia y representatividad democrática entre los liderazgos, incluidos los movimientos sociales, o se repartirán con la “cuchara grande” los únicos dos partidos que tienen personería jurídica? De esto último dependerá, a final de cuentas, si habrá unidad opositora, o si el hegemonismo que hoy promueve el partido CxL conducirá a la división de la oposición, que solo beneficiaría a la dictadura.

Mientras tanto, la cuenta regresiva de los próximos 90 días ya está corriendo.


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Carlos F. Chamorro

Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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