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¿Lealtad a la dinastía Ortega?

La fórmula presidencial, que Ortega ha inscrito en la farsa electoral, es su pareja conyugal, eternamente leal

La primera dama Rosario Murillo junto a Daniel Ortega en un acto partidario del 19 de julio. Archivo | Confidencial

3 de agosto 2016

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La reacción inmediata al colapso moral provocado por el gobierno de Ortega es la creciente apatía política en la población, que, sin embargo, en aparente contradicción, esta vez es el preludio engañoso de una fase latente de flujo de las luchas de masas.

Algunos sectores de la población, ante la demagogia cursi del régimen, se pliegan sobre sí mismos, como los dedos de la mano cuando por instinto se cierran en un puño, ante un peligro inminente. Las encuestas señalan con superficialidad que la población no quiere saber nada de política. Y, efectivamente, buena parte de la población, un cuarenta y siete por ciento (los de conciencia más avanzada) ha dejado de creer en la política tradicional. No confía más en partidos electoreros, ni en el gobierno orteguista, y se dispone a luchar –aún de forma fragmentada y dispersa- directamente por sus intereses inmediatos. Máxime ahora, que asoma calladamente una crisis económica.


Los marineros llaman a esa tranquilidad engañosa, calma chicha, y saben, por experiencia terrible, que antecede a la tormenta. El mar, en ese preámbulo, es una tabla, y en torno a la embarcación el viento parece contener la respiración.

Para prever el probable futuro político del país, ahora hay que volver la vista a las señales del mar, desde que las divisiones y controversias políticas se explican infantilmente por barcos en naufragio y, groseramente, por ratas que saltan por la borda para salvarse.

Auge de las luchas de masas

La apatía visible en superficie, le parece al poder constituido un éxito político de su dominación. Juzga Ortega, alegremente, que esa apatía es un espaldarazo callado a su presumido mesianismo:

_ ¡Hacete cargo vos! ¡Hacé vos lo que querás! Nosotros, a nuestros problemas inmediatos.

Como si ante una coyuntura crítica, en deterioro constante, los trabajadores no tuvieran al fin que hacerse cargo de la política del gobierno, para resolver los problemas inmediatos. Esa intervención de las masas, por vía directa, es la tendencia actual. Por ese temor, Ortega restringe los asientos del parlamento. No quiere adentro más que zancudos serviciales y corderos obsequiosos. Todo déspota a la defensiva, ante enfrentamientos previsibles, elimina antes lo que dentro de sus murallas considera quinta columnas.

Abstención electoral, objetivo táctico de Ortega

La apatía política no tiene fronteras partidarias y se difunde libremente en la población como manifestación cultural, por ley de la entropía. Así, las bases del orteguismo, centenares de miles de jóvenes reclutados para marchar en carnaval, bailar en las plazas, brincar, y acudir en pandilla a los estadios virtuales a ver futbol, no tienen interés en la política orteguista. Sobre todo, no tienen predisposición para atropellar activamente el estado de derecho. Ni siquiera están interesados –aunque apoyen inconscientemente a Ortega- en votar por él en las elecciones. Estos orteguistas apáticos, no tienen por qué luchar.

El núcleo duro, los militantes con mística de lucha, incondicionalmente activos a favor de Ortega, constituyen una minoría consistente, pero, una minoría en la población, al fin de cuentas. Resulta una fuerza considerable para la lucha directa, pero, relativamente, poca cosa en los conteos de la democracia formal. De allí, que Ortega prefiera llevar los enfrentamientos a la lucha directa, para la cual se ha preparado.

La familia como fórmula presidencial, en un proceso electoral sin contrincantes

Ahora, enfrenta las elecciones con temor, sin recursos para comprar conciencias. Mientras defienda el poder, su escenario preferido no es el electoral, ya que en él se dificulta el movimiento físico de su aparato de combate. De modo, que este proceso electoral lo ejecuta sin contrincantes (eliminados ilegítimamente, por orientaciones suyas), y transcurre en silencio, a fin que su núcleo duro se magnifique porcentualmente en las urnas, ante la pasividad general. La abstención electoral o el voto nulo de quienes le adversan es su objetivo táctico inmediato, para concluir con un alto porcentaje la farsa electoral.

La fórmula presidencial, que Ortega ha inscrito en la farsa electoral, es su pareja conyugal, eternamente leal. Con ello, cree que consolida una monarquía dinástica, cuando, en cambio, vuelve al absolutismo más anacrónico. Es decir, aparenta darle mayor institucionalidad al poder familiar de facto, sin embargo, esa institucionalidad está más empobrecida, por la farsa electoral y por este nepotismo insólito. Ortega le ha sustraído, de golpe, más legitimidad a su régimen. Una pareja conyugal en el vértice del poder político, al estilo Ceaușescu, es un nepotismo ideológicamente inaceptable.

Ortega subestima el rol de la ideología en la justificación del poder como representación de la nación. El nepotismo, en lugar de garantizar jurídicamente, en una situación crítica, la sucesión familiar, radicalizaría bruscamente la necesidad de abolir de raíz el absolutismo, por vías de hecho. La consigna de ¡abajo la dinastía!, tendría, en esos momentos, un impacto movilizador fulminante. Sería una oportunidad única, para normalizar el país.

Ortega habría caído en su propia trampa. Estaría confiando la perduración de su régimen a una herencia política que se derivaría de un proceso electoral desprestigiado, que él ha desacreditado por su predilección por el enfrentamiento directo. De manera, que sabe perfectamente que con la sucesión dinástica hereda a su familia un infierno.

Los opositores llaman a la abstención, como desea Ortega

Los opositores electoreros (obsesionados con las elecciones) llaman, únicamente, a la abstención electoral de sus seguidores.

La lucha, cuando es obra de las masas, cambia fluidamente de una forma a otra si la contradicción se radicaliza, y si los métodos iniciales son superados por la naturaleza de los enfrentamientos. La práctica laboral enseña que no hay mejor forma de acometer un trabajo que con la herramienta justa. La cual, a menudo, hay que diseñarla o hay que improvisarla a propósito para el trabajo práctico. Esta enseñanza de la vida laboral, hace que los trabajadores recelen, airadamente, de quienes –en nombre de la civilización- dicen enfrentar a la dictadura orteguista exclusivamente con la actividad electoral.

¿Lealtad a Ortega?

Ortega utilizó en el discurso del 19 de julio el concepto sesgado de lealtad, para condenar la posición de sus adversarios sandinistas, a quienes llamó ratas. ¿Lealtad a qué?, preguntaría cualquiera. Lealtad a la familia Ortega se sobrentiende, porque él cree que su familia encarna al sandinismo y a la revolución. He allí el signo patológico distorsionante de la realidad.

Para los revolucionarios conscientes, en cambio, no existe otra lealtad que a los principios socialistas, que metodológicamente se expresan en el contenido de la línea política, en el contexto evolutivo de cada situación política concreta. La lealtad a los principios no puede darse, entonces, más que por una táctica política formulada consecuentemente con la teoría del devenir histórico. De modo, que el debate entre revolucionarios, se centra en esa línea política que el partido adelanta en la sociedad, a partir de principios metodológicos que determinan el carácter de clase del partido. Esta unidad, entre teoría y práctica, es la praxis revolucionaria.

Habrá que gestar un movimiento unitario de los trabajadores, para derribar a la dictadura en términos de luchas de masas. En ese terreno, de confrontación directa, Ortega superó al liberalismo en el poder, pero, el cambio estratégico lo sitúa esta vez a él a la defensiva, y el deterioro social, por la crisis objetiva, actúa en su contra.

Ingeniero eléctrico


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Fernando Bárcenas

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