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¡La tentación de lo imposible!

El presidente Trump viene mintiendo desde que era candidato a la presidencia. Todavía mucho antes.

Trump gusta pasar por hombre duro

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La responsabilidad más azarosa en Washington
durante estos días es ser un representante de Trump,
porque el presidente socava a cada rato las declaraciones
de su propio equipo…Quedas como un mentiroso o un tonto,
y ninguna de esas posibilidades es muy atractiva.
David Axelrod—Exasesor de Obama

I


Contabilizados los primeros cuatro meses de haber asumido la presidencia de Estados Unidos, los desencuentros de Donald Trump con la prensa, en vez de amainar, se han arreciado. Todo indica que seguirán. Dentro de un contexto democrático esto no debería causar ninguna preocupación. Lo grave es que sus encontronazos lo han inducido a la tentación de sugerir —a través de tuits— la posibilidad de cancelar en algún momento las declaraciones y comparecencias públicas ante los medios. A Trump no le gusta que lo critiquen, menos que lo rectifiquen. ¡Cómo no van hacerlo si es un mentiroso compulsivo! Continúa comportándose como si no se hubiese dado cuenta la responsabilidad que le asiste. Ostenta el cargo de presidente de la primera potencia del mundo. Un puesto que demanda serenidad y sabiduría. Mucha compostura y poca precipitación.

Analistas, medios y periodistas, siguen de cerca cada una de sus alocuciones. Desean  corroborar si se ajustan a la verdad. Los fact checking están a la orden del día. No puede ser de otra forma. El presidente Trump viene mintiendo desde que era candidato a la presidencia. Todavía mucho antes. A él más que a nadie se debe haber puesto de moda los fake news y elevado a primer rango la posverdad. No hay manera que se contenga. Ni a sabiendas que sus afirmaciones están sujetas a escrutinio. Nada lo detiene. Los muros de contención elevados por la prensa, no son suficientes altos para frenar sus arrebatos. De no haberlo confrontado la prensa escrita y televisiva, hubiese perdido aún más de lo que perdió, por atenerse a firmas encuestadoras y no percatarse del estado de ánimo del electorado estadounidense. Un fallo que les está costando caro. Carísimo.

The Washington Post llevaba contabilizadas 492 mentiras, hasta la primera semana de mayo. Todo un récord. Nadie le aventaja en propalar mentiras. No le arredra el hecho de saber que será desmentido. Eso no le preocupa mientras su discurso cale entre su electorado. ¿De qué manera juzgar a un conglomerado social que no obstante de saber que el presidente es proclive a la mentira, termina dando crédito a sus afirmaciones? ¿Creerá el presidente Trump que a la larga este comportamiento no incidirá de manera negativa en sus pretensiones de quedarse por otros cuatro años en la Casa Blanca? El problema es de mayores dimensiones. ¿A qué motivos atribuir que un alto porcentaje de los estadounidenses descrea lo que publica la prensa? Algo anda mal. Medios y periodistas deben analizar su propia conducta. No hay alternativa.

En la puja por la verdad, tienen que ser cuidadosos. El profesor de Ciencia Política de la Universidad de Stanford, Shanto Iyengar, estima que el contexto en que viven hoy los estadounidenses, debe ser analizado. El discurso de Trump es confrontativo, y la prensa no rehúye del debate. Iyengar sostiene que la polarización nutre la desinformación. En esta batalla los medios tienen que redoblar esfuerzos. Plantease ellos mismos —como acostumbra The New Yorker— recurrir de manera escrupulosa al fact cheking. Chequear y contra chequear todo cuando escriben y dicen. El menor desliz resultaría contraproducente y demasiado costoso. Equivaldría a un nuevo revés. Una especie de bumerang. No pueden incurrir —por simple error u omisión— en posiciones similares a las que vienen condenando. Ajustar la prédica con la práctica.

En la guerra abierta permanente contra medios y periodistas, estos deben ser pacientes. Trump no tiene suficiente juego de cintura.  En vez de sortear los obstáculos, los convierte en zancadillas. Sigue convencido que su mejor arma es el ataque. Su desesperación es enorme. No ha terminado de reventar un petardo bajo sus pies, cuando comienza a disparar obuses. Se muestra incapacitado para librar batallas desde el solio presidencial. No ha sabido comportarse como dignatario. Un pésimo jugador en el complicado ajedrez de la política. No ensaya variantes. ¿O es que no las tiene? Metido en su propio laberinto, sus aliados republicanos lo han llamado al orden. Solo basta jincarlo para volverle irascible. Su rabia contra quienes disienten de sus desaciertos, no conoce límites. Apostó por cambiar las reglas del juego en Washington y no ha resultado así.

II

El presidente Trump es demasiado compulsivo y confía muchísimo en sus instintos. Sigue apegado al principio que enarboló cuando escalaba en sus pretensiones de volverse famoso: la controversia vende. Una cosa es controvertir y otra muy diferente mentir. Todavía la semana pasada incurrió en esos desaciertos a los que tiene acostumbrados a los estadounidenses. Sin ningún empacho sugirió en una entrevista a principios de mayo que el expresidente Andrew Jackson estuvo ‘realmente enfadado’ sobre la Guerra Civil y se preguntó por qué no se evitó el conflicto. La realidad, sin embargo, es que Jackson murió 16 años antes, en 1845, de que estallara la guerra entre la Unión y los estados sureños esclavistas de la Confederación que querían independizarse, acotó Joan Faus, (El País, 12 de mayo de 2017). Falsear la historia es un atrevimiento letal. Demasiado riesgoso. Algo inesperado de un presidente.  

El despido intempestivo del jefe del Buró Federal de Investigaciones (FBI), James Comey, fue el estallido más reciente de las incoherencias, falta de tacto y carencia de coordinación entre el presidente y su equipo. Se precipitó y precipitó a sus empleados (así les llamó en un tuit) en un estira y encoge de rectificaciones y desmentidos. En una total descoordinación, la primera versión dada por la Casa Blanca —Sean Spicer, su portavoz, Kellyanne Conway y Sarah Huckabee Sanders, miembros del equipo de comunicación y el vicepresidente Mike Pence— era que lo había echado debido a que había cerrado las investigaciones de los correos enviados por Hillary Clinton. El miércoles añadieron que obedeció a que el presidente había perdido la confianza en Comey. Trump afirmó después que lo expulsó por la investigación de la trama rusa. Hoy lo sacude un escándalo.

Las razones aducidas por el presidente, para deshacerse de Comey, las proporcionó en una entrevista con la NBC. No reparó que añadía más gasolina al fuego. Entraba en contradicciones con sus colaboradores más cercanos. Con acostumbrada desfachatez —en vez de asumir su responsabilidad— atribuyó que las diferentes versiones, se debían a que los medios proporcionan noticias falsas. No contento. Disparó el cañonazo. Quizás lo mejor para esa exactitud sea cancelar todas las ruedas de prensa futuras y entregar declaraciones por escrito???  Como suele ocurrir, culpó una vez más al mensajero. Se autoliberó y liberó a su equipo por sus inconsistencias a la hora de enfrentar a la prensa. La culpa es de los que informan, no de quienes desinforman o carecen de estrategias a la hora de informar. Mucho antes Trump se había decantado a favor de la promulgación de una ley de libelo.

El presidente no tiene reparos en echar a la pileta a sus más cercanos colaboradores, con tal de salir airoso en un diferendo. El magnate inmobiliario, acostumbrado a tener la última palabra en sus negocios, piensa que puede comportarse de la misma manera como representante de su país. Los sinsabores que va dejando a su paso, crecen y se multiplican. En vez de generar confianza entre su equipo de trabajo, siembra el pánico. No hay reglas establecidas. Cuando las cosas van hacia el abismo Trump arremete. Culpa a cualquiera de lo ocurrido. Todos menos él. No deja que las tácticas diseñadas por sus colaboradores se asienten. Es sumamente precipitado y carece de la plasticidad que debe ser portador todo gran líder: trabajar en equipo y compartir aciertos y errores con los suyos. Esta conducta no figura en su prontuario político.

El desarrollo tecnológico favorece estos desplantes. Blogs, Instagram, Facebook, Twitter y demás plataformas, posibilitan obviar a la prensa. Eludir su escrutinio se ha convertido en una obsesión para los mandatarios. Es más cómodo decir lo que se les venga en gana sin la presencia incómoda de la prensa. Ningún gobernante —mucho menos los jóvenes estudiantes de periodismo— ignoran que las relaciones prensa-gobernantes, siempre estará cargada de tensiones. Al menos en los medios que ejercen una función crítica. Las controversias son sanas e indispensables. El presidente Trump olvida toda una trayectoria histórica-política entre gobernantes y medios informativos. Una cualidad insoslayable de todo gobierno democrático. Especialmente en Estados Unidos. Así lo prescribe su carta magna. ¿Podrá saltarla el presidente? Esta continúa siendo su pretensión.

III

Los Padres Fundadores asentaron en la Primera Enmienda: La Constitución de los Estados Unidos prohíbe la creación de cualquier ley con respecto al establecimiento oficial de una religión, que impida la práctica libre de la misma, reduzca la libertad de expresión, que vulnere la libertad de prensa, que interfiera con el derecho de reunión pacífica o que prohíba el solicitar una compensación por agravios gubernamentales. Esta se integró como parte de su credo político. Herbert Altschull, en Agentes de poder (México, 1984), en el segundo capítulo —El nacimiento de una leyenda: La primera enmienda, un agente de la revolución— analiza los antecedentes que propiciaron su adopción. Desde entonces (1791), se entiende que la libertad que consagra, es para quienes piensan diferente y que las controversias alcanzan por igual a quienes detentan el poder. Algo de lo que no pareciera estar claro el presidente Trump.


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Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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