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La prensa versus el miedo a la transparencia

El sector privado también debe asumir su responsabilidad para demandar rendición de cuentas y la restitución de la transparencia pública

"La cultura del secreto impide entregar toda clase de información oficial a los medios independientes"

1 de marzo 2017

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Como todos los años, en Nicaragua se celebra el Día Nacional del Periodista con un ritual de festejos promovidos por la empresa privada y las instituciones públicas, incluido un acto oficial en el Parlamento, mientras en el mundo real de la prensa independiente prevalece un panorama cada vez más sombrío para el ejercicio de la libertad de prensa. Este primero de marzo coincide con una década del régimen de Daniel Ortega, cuya política autoritaria de concentración del poder ha impuesto el mayor retroceso en la historia nacional en materia de transparencia.

El acceso a la información pública y la rendición de cuentas a través canales institucionales, directos o indirectos, o por medio del debate público, el rol crítico de la prensa, y la democracia participativa de los ciudadanos, se ha reducido a su mínima expresión, y lo más grave de todo es que esta enfermedad terminal pretende ser asimilada como parte de la “normalidad” autoritaria. Pocos se atreven a cuestionar la conculcación de estos derechos constitucionales, y cómo este acto de fuerza ya está hipotecando el futuro de nuestra democracia.


Esta es una mala noticia para la prensa cuya función primordial en una democracia consiste en fiscalizar el poder y promover la transparencia pública, pero sobre todo perjudica a la gran mayoría de la sociedad que se mueve entre la desinformación del espacio público, y las zonas grises de la discrecionalidad y la información privilegiada en beneficio de pocos.

En los años de la transición democrática, Nicaragua gozaba de un régimen de medios plural y competitivo, mucho más abierto a los ciudadanos que en los países del norte de Centroamérica. Mientras en Guatemala, El Salvador y Honduras, predominaban esquemas monopólicos o de limitada competencia, y de una marcada uniformidad ideológica, Nicaragua descollaba por el pluralismo de sus medios, la tendencia a la profesionalización de la prensa, y su beligerancia en la fiscalización del Estado. Esa era una de las conclusiones del estudio comparativo que realicé en 2002 para el PNUD (“El poder de la prensa: entre el Estado y el mercado”), documentando la compleja relación que se desencadenó durante la posguerra, entre las transiciones políticas, las oligarquías económicas, y la prensa.

El Frente Sandinista como fuerza política de oposición fue uno de los principales beneficiarios de esta apertura en los medios y en la democratización del Estado, para promover su proyecto político en la agenda pública. Pero desde el retorno al poder de Daniel Ortega en 2007, su vocación autoritaria y el miedo a la transparencia, descarrilaron la transición democrática de los medios. No fue por casualidad, ni por un designio de la mano invisible del mercado que en diez años se redujo drásticamente el número de medios independientes en el país, sino como resultado de las políticas de intimidación, cooptación y asfixia económica, que desde el poder impusieron una tendencia a la concentración de la propiedad de los medios electrónicos.

El bloqueo a la prensa independiente que inicialmente surgió como una virulenta reacción ante las primeras denuncias de corrupción sobre las prácticas del régimen, se extendió a todos los campos de la vida pública. Mientras en Estados Unidos en estos días ha sido motivo de escándalo que el vocero del presidente Trump le niegue a algunos medios el acceso a una conferencia de prensa, aquí pocos se inmutan porque el mandatario nunca brinde conferencias de prensa, ni responda a preguntas de la prensa. Y lo que empezó como una política sectaria del caudillo, se extendió a todas las instancias del Gobierno, incluyendo al Ejército y la Policía, y los Poderes del Estado, al extremo de que ahora en cualquier audiencia judicial, conferencia de la Policía, o del Ministerio de Salud, está vetada la presencia de los medios y periodistas independientes “que no están en la lista oficial”, en detrimento del interés público.

Bajo ese mismo esquema de poder Estado-partido-familia que controla la llamada “información incontaminada”, también ha sido anulada la La ley de Acceso a la Información Pública aprobada en 2007 por la Asamblea Nacional. Tras una década de vigencia legal, nunca un funcionario o institución dependiente del Ejecutivo ha sido sometido por la ley para que cumpla la obligación de brindar la información pública que se le solicita. Y si se trata de la asignación de la publicidad estatal, que el gobierno prometió distribuir con equidad, la mayor cuota del pastel se sigue destinando para financiar a los medios privados de la familia presidencial, u otros que están alineados al régimen.

A pesar de esta muralla de impedimentos oficiales y las represalias del poder, es alentador constatar que los pocos medios independientes que sobreviven en Nicaragua, practican un periodismo de calidad con estándares internacionales. Sí es posible, con persistencia y creatividad, y recurriendo a fuentes cultivadas en base a credibilidad y profesionalismo, hacer periodismo de investigación aún sin tener acceso a los voceros oficiales. La mejor prueba de esto son las investigaciones que se han publicado en Confidencial sobre la anómala privatización de más de 4,000 millones de dólares de la cooperación estatal venezolana, que representa un monumento a la corrupción. Sin embargo, pese a su contundencia, por ahora el periodismo no tiene consecuencias en la rendición de cuentas del poder, porque ni el Parlamento, ni la Contraloría, ni la Fiscalía, ni la Corte Suprema de Justicia, pueden emprender una acción autónoma para investigar los hallazgos de la prensa y aplicar la ley. Irónicamente, mientras en Centroamérica soplan vientos de lucha contra la corrupción, y en América Latina el escándalo de los sobornos de Odebrecht ha movilizado gobiernos, sociedad civil, y hasta a los grandes empresarios, en Nicaragua predomina la desmovilización social a pesar de que Transparencia Internacional nos ubica como uno de los países con mayores índices de corrupción en América Latina, solo después de Haití y Venezuela.

El panorama de concentración de la propiedad a través del duopolio de la televisión, tampoco tiene parangón. Nueve canales de televisión y decenas de radioemisoras, están bajo el control de la familia presidencial y del empresario mexicano Angel Gonzalez. Para ambos, se trata de un jugoso negocio bendecido por las ventajas de la política. Para las audiencias, en cambio, el principal plato del menú consiste en el bombardeo de propaganda del régimen, aderezado por la nota roja y el amarillismo que hace escarnio de los pobres y las víctimas de la violencia, y últimamente por la competencia desenfrenada para ofrecer la pieza más banal de entretenimiento. Una fórmula en la que no hay espacio para el pluralismo de opiniones o la información crítica, porque su propósito deliberado es empobrecer el clima del debate público para que prevalezca únicamente el monólogo oficial.

Así llegamos al campo de batalla por la libertad de conciencia de los ciudadanos, que constituye la última reserva de la libertad de expresión. Una contienda desigual, porque la demolición de las instituciones democráticas y el desmontaje del Estado de Derecho, han dejado a los ciudadanos en un estado de indefensión. El temor a represalias económicas, el sometimiento de los empleados públicos al régimen de partido único, y el miedo a la represión política, abonan a un sistema punitivo que promueve la autocensura. Pero también es justo reivindicar las voces de ciudadanos que desafían al poder, técnicos y profesionales honestos en el sector pùblico, defensores de derechos humanos, policías anónimos que denuncian atropelllos, campesinos que reivindican la soberanía nacional, mujeres que luchan contra la violencia, y esa gran caja de resonancia ciudadana en las redes sociales, sin las cuales la sobrevivencia del periodismo independiente sería mil veces más difícil.

En esta cruzada por la verdad, es imperativo desterrar la cultura de los poderes fácticos que campea en todos los sectores, para inclinar la balanza de forma definitiva a favor de la transparencia. El sector privado que mantiene una alianza económica con el Gobierno bajo las reglas de un esquema corporativista excluyente, es también parte del problema y de su solución. La demanda de transparencia pública y rendición de cuentas del poder, no debería seguir ausente en la agenda del sector privado. El establecimiento de límites efectivos a los abusos del poder, cuando las instituciones estatales no funcionan, es imprescindible para propiciar un clima de negocios más competitivo, y de paso para otorgarle credibilidad a un sistema que carece de legitimidad democrática. Ese es uno de los puntos de convergencia que existen entre la labor de la prensa independiente que fiscaliza el poder y el interés de los empresarios que han proclamado su compromiso con la institucionalidad democrática. Y el primer paso para avanzar en este diálogo impostergable, es enterrar el miedo a la transparencia.


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Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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