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La fábrica de sueños y algunas pesadillas

Al leer "El cine entre los nicas" sentía la sensación de que renacía el cinéfilo que dejé de ser hace muchos años

Onofre Guevara López

30 de enero 2018

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Mientras leía el libro El cine entre los nicas (2017) de Jorge Eduardo Arellano, algo más que un relato sobre las películas, sus actores, directores, los teatros, cines, fechas de producción y de sus estrenos, sentía la sensación de que renacía el cinéfilo que dejé de ser hace muchos años.  Ahora, por televisión, veo de todo, menos películas, y aún menos si son de truculencias y otras fantasías técnicas con su dosis de violencia. Para Fantasía, la película de Wald Disney, para violencia, la actualidad mundial.

Diferente al libro de Karly Gaitán Morales, A la conquista, de un sueño. Historia del cine en Nicaragua (2015), que ofrece datos de cuándo, cómo, quiénes y en dónde los nicaragüenses comenzaron a relacionarse con el cine, el libro de JEA, quien cita bastante el libro Karla, reproduce y recrea lo que muchos intelectuales han opinado, según sus experiencias de vida relacionadas con el cine y quienes ensayan sus críticas respecto al cine y sus estrellas.


Tiene información sobre los nicas que incursionaron como cineastas en la década de los años 80 y sobre los pocos nicas que trabajaron como extras, y una sola como protagonista: Bárbara Carrera. De la cantidad de cinéfilos mencionados en el libro de JEA, se puede imaginar con esta suma: nueve documentos que les sirvieron de fuentes, 45 libros consultados, 42 publicaciones, 175 artículos sobre cine publicados en 48 periódicos y revistas, más las críticas de 75 películas.

Por si fuera poco, la apasionada faena investigativa de JEA no se agota con las esas cifras, ni con las 216 películas del cine mudo mencionadas, sino que se extiende con la mención de las películas parlantes vistas en Nicaragua a partir de las décadas 40 hasta los 70 del siglo pasado. Debe recordarse que muchas de las películas vistas al comienzo de los 40 en Nicaragua, se produjeron en de los inicios de los años 30, coincidiendo con el invento del cine parlante y el tecnicolor, aunque todavía se presentaban algunas películas mudas.

Sobre una de esas películas con Ramón Novarro, que JEA no ha visto –aunque ahora pienso que podría haber sido con Rodolfo Valentino—, le comentaba una escena donde el personaje árabe, quizás un jeque, galopa en el desierto con una mujer –presumiblemente  “robada”— en ancas de un brioso caballo. Cuando encuentran un oasis, la chavala, muerta de sed, se apea y se lanza hacia el agua; el chavalo la toma del cabello, y la aparta diciéndole: “Primero el hombre”. Ella obedece y espera que el hombre sacie su sed, y cuando termina, se lanza otra vez en busca del agua, y el  chavalo de nuevo la levanta del pelo, y le dice (más bien se lee que dice): “Después el caballo… y por último la mujer”. Pienso que ahora nadie se atrevería filmar una película como esa.

El respetable público –de mujeres y hombres— explotó con gritos y aplausos de aprobación. El suscrito, de once años entonces, también aplaudió (mujeres: mis tardías disculpas).  Son cosas del tiempo, pero que, en cuanto al machismo, aquí en todas partes se hace con ellas lo peor…matarlas.

El italiano Rodolfo Valentino (1885-1926) y el mexicano Ramón Novarro (1694-1968) son los originales Latin Lover  de la “fábrica de sueños”, y de algunas pesadillas. Los acosos sexuales al estilo Harvey Weistein y de los amantes bisexuales en la realidad, como Valentino y Novarro, entonces parecían no causar escándalos (¿será que eran menos… o más hipócritas?). La muerte del italiano provocó suicidios de hombres y mujeres, y el mexicano fue asesinado por dos chulos. A Novarro le atribuían características de Julio César: “Marido de todas a las esposas y esposo de todos los maridos”.

Cuando llegué a la página 203 de las 341 páginas del libro de JEA – sobre las películas de los 40— encontré 67 títulos. Me di cuenta que faltan muchas de las películas presentadas en esa década. Me extrañé no encontrar referencias a películas que fueron grandes éxitos de taquilla, como las siete películas filmadas por la M.G.M con los cantantes Nelson Eddy y Jeanette Mac Donald. Esas siete películas, la linda voz de Mac Donald, escuchada en sus 28 películas, fueron hechas para aprovechar al máximo el sonido, la música, el color y dos buenas voces, y se constituyeron en fiestas para los ojos, oídos y el espíritu de los espectadores.

Por la música y el canto, sus películas se hicieron para mí inolvidables (lo que parece, por su omisión en el libro, no lo fue para los críticos. La película Rose Marie (1936), vale solo por la Canción de amor indio, y la película Primavera por Extraños en el paraíso, la que las radios de la época la identificaban como música norteamericana, siendo música de la ópera El príncipe Igor, del compositor ruso Alexander Borodin (1833-1887).

Las pesadillas en Hollywood las vivieron entre los 40 y los 50 los actores, los guionistas y la intelectualidad progresista de toda USA, de lo cual hay una omisión absoluta de los cinéfilos registrados en el libro de JEA. En ese período, el senador ultra conservador Joseph MacCarthy, desplegó con el Comité de Actividades Antinorteamericanas del congreso, pionero de la guerra fría, una cacería de brujas de toda expresión progresista en todas las artes y las letras. Se perseguían las películas y a los actores.

Primer caso: por la película Song of Rusia (extrañamente titulada en español Sangre en la nieve), Robert Taylor sufrió persecución. ¿La causa? Yo la recuerdo así: ella (Jean Peters) es una pianista soviética que llega a “América” (EE.UU.) a ofrecer una serie de conciertos, durante los cuales conoce a un pianista “americano” (Robert Taylor), y ambos se enamoran. Él quiso convencerla de que se quedara, argumentando que su condición de gran artista no encajaba en un país en guerra. Ella le contra argumenta que esa era la razón por la cual debía regresar para defender a su país. Y regresó.

El pianista “americano” recurre al Departamento de Estado para que le permita ir a la URSS, aprovechando el intercambio cultural que había entre ambos países. Logra hacer el viaje para buscar a la chavala con el pretexto de los conciertos, pero no la encuentra en ninguno de los círculos artísticos que frecuenta ni en ningún teatro. Finalmente (no recuerdo cómo), la encuentra en un Koljós (cooperativa) manejando un tractor, eso le sorprende (pues ignoraba que muchas mujeres sustituían en el trabajo a los hombres movilizados). En  nombre de su amor, la cultura y el arte le pide irse con él a su país, y ella le vuelve a dar sus razones para quedarse...

Pero la película fue ignorada por los cinéfilos nicas y, lógicamente, también el colofón maccarthysta de esta historia: Robert Taylor, fue acusado de ser “comunista” y lo hicieron  declarar ante el comité inquisitorial de  MacCarthy (1947), donde declaró que lo habían obligado a hacer la película. Louis B. Mayer, lo desmintió, y después, para lograr el perdón, ahora sí, obligado, Taylor actuó en la película Yo fui comunista, cuyo tema propagandístico no se necesita adivinar, pero satisfizo a los cazadores de brujas.

El segundo caso: a Dana Andrews, le pasó lo mismo que a Taylor, después de filmar Estrella del norte sobre el heroísmo de los partisanos soviéticos en lucha contra la invasión nazi (1941), y para purgar su “delito”, los maccarthystas le obligaron a filmar Tras la cortina de hierro, cuyo solo título delata su intención política.  Estas cuatro películas pasaron inadvertidas en el libro comentado.

En cuanto a los “orejas” del FBI en Hollywood que fueron agentes de esas pesadillas, como Ronald Reagan, y de sus víctimas como Charles Chaplin, queda todo por decir. Las omisiones del libro, tal vez se justifiquen porque en un solo libro es imposible cubrir todo el cine visto en Nicaragua donde, igual que todo en el mundo, ocupa un gran espacio en la vida cultural del pueblo.

Gracias por tu libro, Jorge Eduardo.

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Onofre Guevara López

Onofre Guevara López

Fue líder sindical y periodista de oficio. Exmiembro del Partido Socialista Nicaragüense, y exdiputado ante la Asamblea Nacional. Escribió en los diarios Barricada y El Nuevo Diario. Autor de la columna de crítica satírica “Don Procopio y Doña Procopia”.

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