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Historia del bombardeo de saturación en EE.UU.

El conocimiento del pasado puede ayudarnos a entender mejor nuestra propia época

Foto de archivo muestra a miembros de los servicios de seguridad junto a miembros del Estado Islámico (EI) arrestados durante una operación en la provincia de Nangarhar (Afganistán). EFE/Ghulamullah Habibi.

Ian Buruma

11 de enero 2016

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Nueva York– Ted Cruz, uno de los candidatos republicanos a la presidencia de EE.UU., dijo recientemente que su solución para la agitación en Oriente Medio sería el «bombardeo de saturación» del Estado Islámico (ISIS) y luego ver si la «arena puede brillar en la oscuridad». Donald Trump, el favorito republicano, prometió «partirle la cara a ISIS a bombazos». Un tercer candidato, Chris Christie, amenazó con declarar la guerra a Rusia.

Con ese tipo de retórica de los candidatos, no sorprende que, según una encuesta reciente, aproximadamente el 30 % de los votantes republicanos (y el 41 % de los partidarios de Trump) estuvieran a favor de bombardear Agrabah, el lugar central (y ficticio) de Aladdin, la película de Disney. El lugar sonaba árabe y eso fue suficiente.


Una forma de leer una retórica tan belicosa es suponer que quienes se la permiten son monstruos sedientos de sangre. Una visión más benévola es que sufren una terrible falta de memoria histórica e imaginación moral. Ninguno de ellos tiene experiencia personal en la guerra y claramente les resulta imposible comprender las consecuencias de lo que dicen.

Sin embargo, incluso un conocimiento superficial de la historia bastante reciente es suficiente como para saber que «partir la cara (de la gente) a bombazos» no es muy eficaz para ganar guerras. No funcionó en Vietnam y es poco probable que lo haga en Siria o Irak. Ni siquiera los nazis fueron vencidos con bombardeos de saturación. Como ha quedado demostrado por estudios llevados a cabo por las fuerzas aéreas estadounidense y británica, los tanques rusos fueron más eficaces para derrotar a la Wehrmacht que los bombardeos aéreos de las ciudades alemanas.

Esto nos lleva a la cuestión, adecuada para el principio nuevo año, de si la historia verdaderamente puede enseñarnos muchas lecciones. Después de todo, nada es nunca exactamente igual a lo que ocurrió antes.

Probablemente es cierto que no podemos esperar que la historia nos diga qué hacer en cualquier crisis dada, pero como algunos patrones de comportamiento humano se repiten, el conocimiento del pasado puede ayudarnos a entender mejor nuestra propia época. El problema es que los políticos (y los analistas) a menudo eligen los ejemplos equivocados para reafirmar sus posiciones ideológicas.

Por ejemplo, como aparentemente pocas personas pueden retrotraerse más allá de la Segunda Guerra Mundial, se abusa con mayor frecuencia de los ejemplos de las décadas de 1930 y 1940. Siempre que se nos alienta a oponernos a un dictador, se invoca el espectro de Adolf Hitler y se reviven los fantasmas de 1938 para contrarrestar el escepticismo sobre una precipitada guerra «preventiva». Quienes tuvieron dudas sobre la invasión a Irak de George W. Bush eran «apaciguadores», similares a Neville Chamberlain.

Nuestro foco casi exclusivo en los nazis de la Segunda Guerra Mundial nos ciega frente a otros paralelismos históricos posiblemente más instructivos. Las terribles guerras actuales en Oriente Medio, que enfrentan a sectas religiosas revolucionarias y jefes tribales contra dictadores despiadados respaldados por una u otra de las grandes potencias, tienen mucho en común con la guerra de los Treinta Años que devastó a gran parte de Alemania y Europa central entre 1618 y 1648.

Durante tres décadas, ejércitos depredadores mataron, saquearon y torturaron mientras avanzaban a través de ciudades y pueblos. Muchos de los que no fueron asesinados murieron de hambre o por enfermedades, difundidas por grandes cantidades de hombres armados.

Al igual que con las guerras actuales, se supone a menudo que la de los Treinta Años fue básicamente un conflicto religioso, aunque entre católicos y protestantes. De hecho, y nuevamente como ocurre con la violencia actual en la que está enfrascado el mundo árabe, se trató de algo mucho más complicado. Soldados mercenarios, protestantes o católicos, cambiaron de bando cuando les convino, mientras que el Vaticano respaldó a los príncipes protestantes alemanes, la Francia católica respaldó a la República Holandesa protestante y se forjaron muchas otras alianzas que atravesaron los límites sectarios.

En realidad, la guerra de los Treinta Años fue una lucha por la hegemonía europea entre las monarquías de los Borbones y los Habsburgo. Mientras ninguno de ellos fue lo suficientemente fuerte como para dominar al otro, la guerra continuó causando horribles sufrimientos entre los inocentes campesinos y citadinos. Y al igual que en Oriente Medio hoy día, otras grandes potencias —Francia, Dinamarca y Suecia, entre otras— participaron y respaldaron a una u otra de las partes, con la esperanza de lograr ventajas para sí mismas.

La semejanza con las guerras de Siria e Irak es sorprendente. ISIS es una brutal rebelión suní contra los gobernantes chiitas. EE. UU. se opone a ella, pero también lo hace Irán, una potencia chiita, y Arabia Saudí, que está gobernada por déspotas suníes. El eje principal del conflicto en Oriente Medio no es religioso ni sectario, sino geopolítico: la lucha por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán. Ambos cuentan con respaldo entre las principales potencias y ambos deliberadamente agitan a los fanáticos religiosos; pero las diferencias teológicas no son la clave para entender la escalada de violencia.

¿Qué podemos aprender de todo esto? Hay quienes afirman que solo una profunda reforma religiosa logrará la paz a largo plazo en Oriente Medio, pero aunque la reforma del Islam puede ser deseable en sí misma, no pondrá fin a esta guerra.

El presidente sirio Bashar al-Assad no lucha por una secta particular del Islam (los alauitas, en este caso), sino por su supervivencia. ISIS no pelea por la ortodoxia suní, sino por un califato revolucionario. La batalla entre Arabia Saudita e Irán no es religiosa, sino política.

Sin embargo, hubo momentos durante la guerra de los Treinta Años en que un acuerdo político pudo haber sido posible. Pero faltó voluntad para aprovechar estas oportunidades; siempre alguna de las partes buscó una ventaja mayor manteniendo las hostilidades (o incentivando a otros a hacerlo).

Sería una tragedia si se perdieran oportunidades semejantes hoy día. Para lograr un acuerdo hace falta transigir, los enemigos tendrán que hablar entre sí. La jactancia sobre los bombardeos de saturación y las acusaciones de apaciguamiento contra quienes intentan negociar no harán más que prolongar la agonía, si no causan una catástrofe aún mayor. Y eso nos afectará a todos.

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Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, y autor de Año cero: Historia de 1945.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org


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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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