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Hacia el fin de la URSS

Una mayoría ciudadana de la URSS era favorable a la aceleración de las reformas económicas y políticas

Celebración del Día de la Bandera en la Rusia actual. EFE/Yuri Kochetkov.

Rafael Rojas

25 de agosto 2016

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Se cumplen por estos días veinticinco años del intento de golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, último presidente de la Unión Soviética. La página electrónica de Russia Today ha publicado una reconstrucción bastante íntegra del episodio, que ayuda a comprender el laberinto de tensiones que condujo al ocaso de aquella enorme unión de repúblicas comunistas, que definió la historia del siglo XX.

El golpe comenzó mediáticamente, en julio de 1991, con un manifiesto a la nación titulado Palabra al pueblo, en el que se alertaba a los ciudadanos soviéticos de que “el gran Estado” —o “la patria”, “el país”, “la nación” y otros sinónimos propios de aquella ideología— se “estaba extinguiendo, rompiendo, hundiendo en la oscuridad y el no ser”. Había un tono hegeliano en el texto que probablemente fuera obra del paso de algunos de los golpistas por las escuelas de cuadros del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS).


El manifiesto concluía responsabilizando indirectamente a Gorbachov por la eventual desintegración del país: “esta perdición está sucediendo en medio de nuestro silencio, nuestra connivencia y nuestro consentimiento”. El presidente estaba intentando rearmar un nuevo pacto federal de estados soberanos, que preservara la integridad territorial, bajo formas más laxas o autonómicas.

Algunas repúblicas soviéticas, como Rusia, Bielorrusia y Ucrania, más Azerbaiyán, Kazajistán, Turkmenistan, Tayikistán y Kirguistán, estaban involucradas en el proceso y tenían prevista la firma del acuerdo el 20 de agosto. Otras, especialmente las del Báltico, se resistían desde un separatismo a tono con la ola democrática que recorría Europa del Este, tras la caída del Muro de Berlín. Y otras más, como Georgia, Armenia y Moldavia, tampoco habían culminado el protocolo de la nueva asociación federal.

El gabinete de seguridad de Gorbachov (los ministros de Defensa y del Interior, Pugo y Yázov, y el Jefe de la KGB, Vladimir Kriuchkov) pensaba que era urgente e indispensable decretar el estado de emergencia para obligar a las repúblicas a aceptar la hegemonía de Moscú. El presidente se resistía y en medio del forcejeo, otros miembros del gobierno como el Vicepresidente Guenadi Yenáyev y el Primer Ministro Valentín Pavlov se sumaron a los golpistas.

Los conjurados aprovecharon una estancia de verano de Gorbachov en Crimea para aislarlo y decretar el estado de excepción. El 19 de agosto, un comunicado del gabinete de defensa declaraba al presidente “incapaz de cumplir con sus obligaciones a causa de su estado de salud”. El líder ruso Borís Yeltsin decidió lanzarse a la calle en contra del golpe de Estado, llegando a movilizar a cientos de miles de personas en plazas y parques de Moscú.

Los golpistas se vieron ante la alternativa de masacrar una permanente manifestación pacífica o ceder, y cedieron. La junta militar fue disuelta y el presidente, que nunca aceptó su legitimidad y se negó a negociar con sus enviados en Crimea, regresó a Moscú. Yeltsin fue el héroe de aquel verano y con suma eficacia capitalizó el triunfo en favor del liderazgo del polo reformista de la clase política soviética.

Russia Today calcula el apoyo al golpe entre un 20 por ciento y un 40 por ciento de la población rusa. Una mayoría ciudadana era favorable a la aceleración de las reformas económicas y políticas. Quienes insisten en pensar el colapso de la URSS como una “traición” de Mijaíl Gorbachov a la causa comunista o como una exitosa conspiración de Occidente, subestiman el deseo de millones de ciudadanos rusos de transitar pacíficamente a la democracia y el mercado.


Publicado originalmente en ProDavinci.

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Rafael Rojas

Rafael Rojas

Historiador y ensayista cubano, residente en México. Es licenciado en Filosofía y doctor en Historia. Profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de la Ciudad de México y profesor visitante en las universidades de Princeton, Yale, Columbia y Austin. Es autor de más de veinte libros sobre América Latina, México y Cuba.

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