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El ocaso de los dioses de Trump

Las grotescas escenas alrededor del Capitolio fueron realmente vergonzosas, pero no sorprendentes; Trump se asemeja más al líder de un culto

El presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, pronuncia un discurso en un mitin en la Elipse cerca de la Casa Blanca en Washington. // Foto: EFE | Michael Reynolds

13 de enero 2021

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NUEVA YORK – Si alguien se sorprendió por el caos en Washington D. C. es porque no prestó atención en los últimos cuatro años. Las grotescas escenas alrededor del Capitolio el 6 de enero fueron realmente vergonzosas: matones de mirada salvaje con banderas neonazis y pancartas de Trump que entraron por la fuerza a la Cámara de Representantes y el Senado, mientras la turba rugía «EE. UU.» y «Paren el robo», y otros se tomaban selfis para mostrar algún día su momento de gloria a sus nietos.

Pero el espectáculo más desagradable de todos fue el del propio Trump incitando a sus desenfrenados seguidores a invadir el Capitolio para anular la elección y combatir a los «malvados» enemigos que supuestamente le robaron su victoria.


Fue vergonzoso, pero no sorprendente; era fácil de prever desde aquel momento en 2016, durante el segundo debate presidencial, en que le preguntaron a Trump si aceptaría al resultado de las elecciones siguientes. Su respuesta fue que eso dependería del resultado. En otras palabras, solo aceptaría su propia victoria, cualquier otro resultado sería ilegítimo. Quedó entonces claro que no aceptaría las normas básicas de la democracia liberal.

Esa no fue la única evidencia, la prensa libre era «enemiga del pueblo»; Hillary Clinton, su contendiente política, debía ser «encerrada»; los inmigrantes eran violadores y narcotraficantes, etc. Como presidente, Trump aprobó e incluso alentó a los extremistas violentos que declararon la guerra a los negros y judíos («No seremos reemplazados por judíos», coreaban en Charlottesville, Virginia, en 2017).

Sin embargo, los líderes del partido republicano —incluidos quienes se distanciaron del presidente en a último momento— le brindaron su apoyo, alimentaron su colosal ego y lo protegieron contra todos los esfuerzos por moderar su comportamiento extravagante y posiblemente ilegal. No lo hicieron por amor a Trump, pero mientras les diera lo que querían —desregulación, menores impuestos para los extremadamente ricos y el veloz nombramiento de jueces de extrema derecha— podía hacer lo que quisiera.

Algunos republicanos admitían que Trump no era, digamos, un «político convencional». Eso es decididamente cierto, Trump se asemeja más al líder de un culto: un agitador carismático que prometió a sus seguidores salvarlos del infame mundo de las ciudades violentas y decadentes, las elites liberales, los negros, los gais, los inmigrantes y otros extraños que contaminan el cuerpo político. Muchos votaron por Trump porque creyeron en él más como un mesías que como un político.

La gran pregunta ahora es si un culto puede perdurar cuando su líder carece de poder, ¿puede sobrevivir mucho el trumpismo sin él? Trump aún es dueño de gran parte del partido republicano y tratará de mantener esa influencia a través de las redes sociales. Hasta es posible que construya su propio imperio mediático, pero, ¿será suficiente?, ¿durará?

El trumpismo puede sobrevivir con otro líder; eso espera un político como el senador Ted Cruz, de Texas. Su intento por consentir a la base de votantes de Trump saboteando la victoria del presidente electo Joe Biden es una maniobra para postularse a la presidencia en el futuro, pero Cruz carece del carisma chabacano de Trump. Es un cínico extremadamente capacitado y un operador político despiadado, pero no es alguien que pueda inspirar fácilmente a las masas.

El futuro del trumpismo depende también de una pregunta filosófica se debate desde hace mucho. ¿Qué decide la historia: los grandes líderes o las situaciones socioeconómicas? Al igual que Hitler, Trump es percibido a menudo, especialmente por la izquierda, como un síntoma más que una causa: una patología social.

Esto tiene sus ventajas, Trump explotó astutamente problemas y resentimientos que ya existían mucho antes de que ingresara a la política: la creciente brecha entre ricos y pobres, el temor a los inmigrantes, el odio al islam, el creciente poder de las grandes ciudades y el sector financiero sobre las zonas desindustrializadas y rurales empobrecidas, el miedo a las minorías raciales, etc.

Estos problemas también fueron aprovechados, con mayor o menor éxito, por otros demagogos contemporáneos, pero, para alcanzar el éxito, esos operadores políticos necesitan de todas formas proyectar un cierto magnetismo, una característica que los políticos más convencionales suelen subestimar... solo para golpearse más tarde con las consecuencias.

El aspecto y el porte tienen un papel importante en todo esto, no es mera coincidencia que muchos líderes populistas usen peinados tan raros: los implantes teñidos del ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, el jopo platinado de Trump y el cuidadosamente calculado desastre rubio del primer ministro británico Boris Johnson. El peinado, como el bigote de Hitler, es parte de sus «marcas». Un demagogo nato sabe cómo llamar la atención.

Trump es, mucho más que la mayoría de sus colegas demagogos, una criatura del negocio del entretenimiento. Su gran éxito no se debió a los bienes raíces, de hecho, fue un pésimo empresario que pasó a los tumbos de un fracaso a otro. Lo que marcó su éxito fue un programa televisivo; eso es lo que impulsó su marca, que usó con un talento colosal para el autobombo. Cruz, Josh Hawley, Tom Cotton y Marco Rubio —senadores republicanos que ambicionan seguir los pasos de Trump— no pueden ni acercarse.

La furia, el resentimiento y los problemas económicos que Trump aprovechó no desaparecerán, por supuesto, y él empeoró mucho los males sociales y políticos estadounidenses. Los síntomas seguirán existiendo, pero tal vez sin que haya alguien con una maligna habilidad para exacerbarlos.

Y los seguidores de Trump perderán a su mesías, sin el estrambótico, pero eficaz, dominio de Trump sobre el partido, es posible que los republicanos enfrenten un período de despiadadas luchas internas que podrían destruir al partido. De ser así, lo tienen extremadamente merecido.

El último libro de Ian Buruma es The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit [El complejo de Churchill: la maldición de ser especial. De Winston y FDR a Trump y la brexit].

Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org


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Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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