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El naufragio

El naufragio ha puesto al descubierto la precariedad con que opera el sistema de notificación de zarpes en la Costa Caribe

Some of the survivors of the accident in Corns Island arrive in Costa Rica on Sunday night. EFE/ Jeffrey Arguedas.

Miguel González

25 de enero 2016

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“La Fuerza Naval de Nicaragua había prohibido zarpar, pero el capitán de la panga creyó poder enfrentar la violencia del viento y se atrevió.” (El País, 24 de Enero 2016)

La tarde del pasado sábado 23 de Enero la embarcación “La Reina del Caribe,” con 37 personas a bordo naufragó en el trayecto entre Little Corn Island y Corn Island, y como resultado fallecieron 13 personas, todas ellas turistas costarricenses. Este naufragio fue una tragedia que se pudo prevenir, si el timonel y propietario Hilario Blandón, tal como declararon las autoridades policiales y de la fuerza naval (y reprodujeron las agencias de prensa internacionales), hubiese atendido cabalmente la prohibición de no navegar ese día, dada las adversas condiciones del tiempo.


El hecho lamentable ha puesto al descubierto la precariedad con que opera, desafortunadamente, el sistema de notificación de zarpes en la Costa Caribe. El zarpe, de acuerdo con la Ley de Transporte Acuático, es el permiso oficial – llamado en la ley “despacho de salida” que emiten las autoridades de la fuerza naval a embarcaciones comerciales y de pesca que realizan navegación en las aguas jurisdiccionales del país. Pero en la Costa Caribe estas autorizaciones funcionan de manera medianamente eficaz para asegurar un tránsito seguro entre las rutas comerciales mas frecuentes, por ejemplo entre las ciudades de Bluefields y Bilwi, y de éstas hacia el litoral o hacia puntos interiores de ambas regiones; por ejemplo, entre el Rama y Bluefields, o entre Laguna de Perlas y La Cruz de Río Grande, en donde operan empresas autorizadas para el transporte de pasajeros y carga.

La autorización de zarpes es menos efectiva en la navegación entre docenas de comunidades indígenas y afro-descendientes costeras a lo largo de los 500 kilómetros del litoral Caribeño, y sus cayos adyacentes. Esta cuestión – los desafíos de un sistema efectivo de autorización y monitoreo para la navegación fluvial y marítima – ha sido evidente en los múltiples accidentes en altamar relacionados a las cambiantes condiciones del tiempo. Solo el año pasado las autoridades reportaron alrededor de 15 naufragios y accidentes relacionados en la Costa Caribe, la mayoría de embarcaciones de pesca artesanal, en donde perdieron la vida 25 personas, la mayoría indígenas de ellos Miskitu buzos comerciales de langosta, y personas en tránsito entre comunidades indígenas.

En la realidad cotidiana de la Costa estos accidentes son demasiado comunes. Y los accidentes no están únicamente relacionados a las variables condiciones climáticas, sino también a los medios inadecuados e inseguros de transporte, a la falta de una regulación cuidadosa del transporte terrestre, fluvial y marítimo, y porque no decirlo, frecuentemente a la falta de pericia y cautela de los timoneles. Pero de todo podrán acusar a Hilario Blandón, menos de falta de pericia en la navegación marítima, quien ha cubierto esa ruta entre las dos islas del maíz durante los últimos 15 años con casi ningún percance, hasta ese ominoso sábado de vientos intensos.

El último naufragio de este fin de semana es una alerta trágica, como esas que ya suelen ser tan casuales que pueden pasar rápidamente al olvido. A menos que consideremos que quizá no fue Hilario el único que transgredió la ley ese día. La notificación de no zarpar debió ser atendida por todas las embarcaciones comerciales en Corn Island. No obstante, otras embarcaciones zarparon ese día. Y los propietarios de embarcaciones comerciales en Corn Island han declarado públicamente que no existe un procedimiento confiable, transparente ni masivo para notificar la prohibición de navegar, y menos aún de penalizar las infracciones a la prohibición de las autoridades navales. No es casual que no existe un registro nacional de accidentes marítimos, y tampoco un reporte confiable anual de parte de las autoridades competentes, sobre las multas y penalidades a las prohibiciones de zarpes.

Nicaragua se ha acometido a una estrategia sagaz para promover el turismo, en especial la Costa Caribe, una región con gran potencial, por sus bellezas naturales, diversidad de atracciones, playas y culturas multiétnicas. Pero es también una región de riesgos considerables para el tránsito de personas y por tanto una cuestión delicada y apremiante para una industria turística en ciernes. El último naufragio y sus consecuencias fatales, es una alerta para que las autoridades hagan cumplir, no solo los controles a la navegación y especialmente los vacíos en la notificación de zarpes, sino desarrollar una visión mas amplia, que implica indudablemente modernizar el sistema de comunicaciones hacia, desde, y a lo interno de la Costa Caribe.

No es un “modelo ciudadano” de atención a desastres y fatalidades del infortunio lo que necesita la región Caribeña, sino una disposición gubernamental coherente de cómo hacer funcionar lo que existe, y sobre todo prevenir – con la población costeña – lo que se puede prevenir. Lo mas fácil sería, y investigar a Hilario Blandón y su ayudante Elliot Pratt, como – según dicen las autoridades – por “los delitos de homicidio imprudente y exposición de personas al peligro.” Pero esto, por sí mismo, no cambiaría las precarias condiciones institucionales que envolvieron la tragedia, condiciones todas ellas prevenibles y mejorables, que resultó en las pérdidas humanas que hoy lamentamos.


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Miguel González

Miguel González

Miguel González (PhD, Universidad de York) es profesor asistente en el programa de Estudios de Desarrollo Internacional en la Universidad de York. Su investigación examina el autogobierno indígena y los regímenes autónomos territoriales en América Latina.

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