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El estado comprometido de Estados Unidos

El problema es la falta de una estrategia nacional central y ejecutable en un país con un sistema federal... el virus ahora rebotará de un lado a otro

31 de julio 2020

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PRINCETON – Una administración Trump malevolente e incompetente carga con gran parte de la culpa de que Estados Unidos no haya podido controlar el COVID-19. Pero existe una causa adicional menos percibida: el Compromiso de Connecticut de 1787, que le puso trabas a la democracia norteamericana en sus orígenes, y que desde entonces ha socavado la respuesta del Congreso a la pandemia.

En la Convención Constitucional de 1787, los estados pequeños y grandes discrepaban sobre la base de representación: los primeros abogaban por la igualdad de los estados y los segundos, por la igualdad de la gente. El compromiso fue establecer una legislatura bicameral, con una cámara para la gente y otra para los estados. En la Cámara de Representantes, la gente está representada en proporción a su cantidad; en el Senado, cada estado tiene dos senadores, no importa su población.


Como resultado de ello, los cuatro estados más grandes hoy –California, Texas, Florida y Nueva York- tienen sólo ocho de 100 bancas en el Senado, aunque representen un tercio de la población de Estados Unidos. Ocho votos también van para los cuatro estados más pequeños –Wyoming, Alaska, Vermont y Dakota del Norte- que en conjunto albergan al 1% de la población.

Ahora consideremos la desigualdad de ingresos, que suele medirse por el coeficiente Gini, donde cero significa igualdad perfecta y uno indica desigualdad perfecta (una sola persona recibe todo el ingreso). El coeficiente Gini de Estados Unidos es 0.42 –el más alto entre los países ricos-. Sin embargo, si aplicáramos la misma métrica de desigualdad a la representación en el Senado, sería un resultado aún mayor: 0.50. Los votantes en Wyoming tienen diez veces más poder de voto que los votantes en Texas. Y como la legislación debe pasar por ambas cámaras, coaliciones de estados pequeños pueden fácilmente bloquear medidas que benefician a la gran mayoría de la población. Es lo que precisamente suele hacer el Senado.

La distribución geográfica de los casos y las muertes de COVID-19 es aún menos igual que la distribución del poder de voto en el Senado. Al 8 de julio, el 45% de las 125 000 muertes registradas por COVID-19 se habían producido en sólo cuatro estados –Nueva Jersey, Nueva York, Massachusetts e Illinois- y el 70%, en diez estados. Ha habido muertes en todos los estados; pero la cantidad combinada de muertes para Alaska, Hawái, Wyoming y Montana ronda apenas 80. Los 25 estados menos afectados han perdido un total de 8.000 personas -6.4% del total nacional.

Cuando el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, proclamó una emergencia nacional el 13 de marzo, el país entró en un confinamiento de manera más o menos uniforme. La emergencia era nacional y el Congreso respondió sancionando cuatro medidas separadas sobre una base no partidaria. Pero, con el tiempo, los confinamientos estado por estado gradualmente cedieron –tanto oficial como no oficialmente-, con mucha menos uniformidad que el congelamiento original. En lugares con tasas bajas de infecciones y pocas muertes, la gente empezó a desplazarse más libremente en comparación con los residentes de estados como Nueva York, Nueva Jersey y Massachusetts, donde la gente se moría o había muerto en grandes cantidades. El apetito del Senado por más gasto de emergencia rápidamente menguó.

El 15 de mayo, la Cámara controlada por los demócratas sancionó la Ley de Soluciones de Emergencia Ómnibus de Salud y Recuperación Económica (HEROES por su sigla en inglés) en una votación esencialmente partidaria. Pero la legislación desde entonces no ha avanzado en el Senado. La mayoría republicana en esa cámara es una consecuencia directa del Compromiso de 1787, que asigna un porcentaje sumamente desproporcionado de bancas a estados rurales y menos poblados que tienden a ser republicanos.

Como consecuencia de ello, desde hace tiempo el escenario se viene preparando para una tragedia. Rápidamente, el virus comenzó a propagarse en el sur y suroeste, donde las bajas tasas de mortalidad habían alentado una indiferencia generalizada. Una vez que los responsables de las políticas se dieron cuenta de que las infecciones y las muertes se disparaban, intentaron revertir el proceso de reapertura. Pero parece que llegaron demasiado tarde, y ahora las infecciones vuelven a amenazar a los estados del este por los viajeros provenientes de los estados del sur y del oeste.

Sin un plan nacional, mucho menos una constitución que permita un control central, cada estado sigue sus propios instintos e intereses percibidos, por lo general de manera miope. Con un desplazamiento libre entre estados, el virus ahora rebotará de un lado a otro en todo el país hasta que aparezca una vacuna o se haya alcanzado una inmunidad colectiva (suponiendo que la inmunidad duradera sea posible).

Mientras las muertes siguen aumentando en estados que antes tenían menos casos, el Senado probablemente adopte alguna versión de la Ley HEROES. Este alivio se necesitará con urgencia, considerando que los beneficios de desempleo se acabarán a fin de este mes, y que la mayoría de los estados afectados pronto se quedarán sin dinero. Pero se habría necesitado menos si el Senado hubiera dado señales de liderazgo antes. Una estrategia nacional coordinada para el confinamiento podría haber resultado en un retorno más lento al trabajo, pero habría sido más sostenible que el caos que hoy está en curso.

En cualquier caso, el contagio está pasando de los estados “azules” (demócratas) a los estados “rojos” (republicanos). Al 8 de julio, la proporción de muertes en los 26 estados con gobernadores republicanos (comparado con los 24 estados con gobernadores demócratas) había aumentado de 22%, a fines de marzo, a 29%. Los gobernadores republicanos probablemente se hayan visto más influenciados que sus pares demócratas por la desinformación perniciosa proveniente de la Casa Blanca y sus medios aliados. En una muestra de desprecio manifiesto por el consejo científico, un editorial reciente del Wall Street Journal se burlaba de la Universidad de Harvard como “una de las últimas instituciones en Estados Unidos que no han aprendido a ser cautelosas de hacer cambios radicales basados en modelos de expertos de salud pública”.

Dicho esto, sospecho que las cosas no habrían sido muy diferentes si los demócratas hubieran reemplazado a los legisladores y gobernadores de los estados republicanos. El problema es la falta de una estrategia nacional central y ejecutable en un país con un sistema federal que, en definitiva, está controlado por autoridades locales que responden a sus propias necesidades y riesgos percibidos. Siempre iba a resultar difícil pedirle a la gente que se sacrificara por otros que están muy lejos, para mitigar un riesgo que no ven en sus propias comunidades.

El poder de los estados era un problema en Filadelfia en 1787 y sigue siendo un problema hoy. Muchas veces se habla de la desigualdad como la causa de muchos males sociales. Como si la desigualdad económica de Estados Unidos no fuera lo suficientemente mala, su desigualdad de representación institucionalizada ahora ha minado seriamente la efectividad de su democracia.

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Angus Deaton

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