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El factor Lesther: la ofensiva de Ortega contra las universidades

Daniel Ortega cierra ocho universidades privadas y demuestra que su objetivo es silenciar el pensamiento crítico y acabar con la educación libre

Ilustración Connectas

Leonardo Oliva*

25 de febrero 2022

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Lesther Alemán entra al recinto donde será juzgado caminando lento y con la vista un tanto perdida. Se lo ve muy débil y frágil de salud, aunque acaba de cumplir recién 24 años. Dicen que pocos minutos antes se ha enterado de que deberá enfrentar este juicio, acusado de un delito —“menoscabo a la integridad nacional”— verosímil solo para las leyes que el régimen que gobierna Nicaragua se apuró a sancionar en mayo del año pasado, antes de acelerar la detención de sus principales opositores. Lesther, encarcelado e incomunicado desde hace más de 200 días en la prisión que llaman El Chipote, alcanza a musitar un “¡Soy inocente!” antes de que la jueza Nadia Camila Tardencilla lo haga callar, obedeciendo a un pedido (que parece más bien una orden) de la fiscal del juicio, una funcionaria judicial que —dicen— es una ferviente adherente  al sandinismo gobernante.


Ese jueves 3 de febrero, a casi siete meses de haber sido arrancado de los brazos de su madre, Lesbia Alfaro, por una patrulla policial, el líder de la Alianza Universitaria Nicaragüense (AUN), que había osado plantarle cara al presidente Daniel Ortega en abril de 2018, es previsiblemente declarado culpable. Y días más tarde la jueza Tardencilla le dicta la inevitable sentencia: 13 años de cárcel. Es decir, Lesther Alemán seguirá encerrado hasta que cumpla 37 años, los mismos que tenía Ortega cuando asumió por primera vez el manejo del país en los ochenta.

Hoy, con 76 años de edad, el exguerrillero sandinista está lejos de aquellos sueños de juventud. Casi tan lejos como de aceptar que jóvenes como Lesther tienen derecho a hablar y a disentir con él. Incluso a plantarle cara y llamarlo “asesino” en una mesa de diálogo, como hizo Alemán en abril de 2018. Cerrar ocho instituciones de educación privada tiene el claro objetivo de controlar aún más estas voces disidentes en los centros educativos. El factor Lesther representa para Ortega y su visión profundamente autoritaria la voz disidente que es necesario acallar para continuar controlando el Gobierno, el poder y la vida de cada ciudadano nicaragüense.

Para los sandinistas que siguen fieles a Ortega, que no son pocos, el joven estudiante de Comunicación Social es un “traidor a la patria” que merece la cárcel y muchos otros oprobios, como las torturas psicológicas, los intensos interrogatorios y la casi nula comunicación con sus familiares y abogados a los que ha sido sometido en prisión, según denuncian hoy su madre, organizaciones de derechos humanos y la propia AUN.

Las leyes dictadas por el orteguismo prefieren ocultarlo detrás de acusaciones más pomposas e imprecisas (“conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional”). Pero el delito que cometieron Lesther, su compañero Max Jerez (condenado este 21 de febrero también a 13 años) y todo el movimiento universitario que lideró las protestas de 2018 es el de haberse permitido hablar. De salir a las calles y decir que no están de acuerdo con que un solo hombre, atornillado al poder desde hace 15 años, siga definiendo el destino de 6.6 millones de nicaragüenses.

Hace casi cuatro años, durante las manifestaciones y la posterior represión, los estudiantes lograron una hazaña: torcer la voluntad de Ortega, un líder acostumbrado a no dar marcha atrás. El mandatario tuvo que no solo retirar su pretendida reforma del sistema de seguridad social sino también convocar al diálogo que finalmente cruzó en su camino a un joven de 20 años, de camisa negra y pañuelo al cuello con los colores de la bandera de Nicaragua, que le mostró una cara del país que él no está dispuesto a aceptar: la oposición a sus modos dictatoriales. Su respuesta desde entonces ha sido perseguir hasta silenciar a ese movimiento estudiantil y a los sitios donde anida: las universidades. Así se explica su último zarpazo: la confiscación de ocho de éstas.

La gran confiscación

“Universidades obedientes, o nada”, describió Sergio Ramírez, exvicepresidente de Ortega en los ochenta. El escritor, exiliado en España, apuntó así contra el decreto del 2 de febrero que ilegalizó a 14 organizaciones, entre ellas cinco universidades privadas. La medida, que generó un cóctel de impotencia, indignación e incertidumbre en miles de estudiantes que esa misma semana debían comenzar el año de cursado, puede leerse como el manotazo final del Gobierno sandinista contra las universidades privadas. Las primeras cinco  canceladas fueron la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli), la Universidad Católica del Trópico Seco (Ucatse), la Universidad Pablo Freire (UPF), la Universidad Nicaragüense de Estudios Humanísticos (Uneh) y la Universidad Popular Nicaragüense (Uponic). A ellas se sumaron tres más: la Universidad Hispanoamericana (Uhispam), cerrada en diciembre; y la Tecnológica Nicaragüense (UTN) y la Santo Tomás de Oriente y Mediodía (USTON), cuyas cancelaciones fueron aprobadas el 23 de febrero por la Asamblea Nacional —que controla una abrumadora mayoría orteguista—. De todas, la Upoli es la que tiene el mayor significado para quienes resisten al régimen: fue el semillero de las manifestaciones de 2018.

La explicación oficial es que las personerías jurídicas de las universidades fueron canceladas por ser “poco transparentes en la administración de los fondos”, ya que el Ministerio de Gobernación (Migob) desconoce “la forma en que ejecutaron los mismos y si fue acorde a sus objetivos y fines por los cuales la Asamblea Nacional” se los otorgó. Pero fuera de las versiones del régimen casi todos coinciden en que se trata de un acto de confiscación, lo que está prohibido por la Constitución Política del país. Para darle un poco de “legalidad” a este atropello, la Asamblea Nacional creó, en los inmuebles de algunas de las cerradas, cuatro universidades estatales bajo el control directo del régimen de Ortega. Es decir, sin ningún tipo de la autonomía universitaria consagrada constitucionalmente, como denunció la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (Udual), la red universitaria más grande y antigua de la región.

Según el cálculo que hizo el medio digital CONFIDENCIAL, basado en los pocos datos que hay en Nicaragua sobre la matrícula universitaria, son unos 18 000 los estudiantes afectados por esta medida de Ortega, que recibieron así un nuevo golpe tras haber sido muchos de ellos expulsados de las universidades públicas en 2018 por haber protestado en contra del Gobierno.

Va quedando en sepia aquella foto de la Upoli en mayo de 2018, con unos 500 estudiantes atrincherados como solitario foco de resistencia al “diálogo” convocado por Ortega. Ahora, muchos ven que esa imagen se transformará en la de otros jóvenes patrullando el edificio, aunque levantando banderas muy diferentes: la de la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua (UNEN), el brazo universitario del Frente Sandinista.

“Todas las acciones emprendidas por el Estado nicaragüense, liderado por el régimen Ortega-Murillo, pretenden anular la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, erradicar cualquier pensamiento crítico, por lo que instamos a la comunidad educativa nacional e internacional a ser solidarios y seguir defendiendo la libertad académica, la autonomía universitaria, los derechos humanos y la democracia”, denunció en un comunicado la Coordinadora Universitaria por la Democracia y la Justicia (CUDJ), una organización juvenil que viene resistiendo la ofensiva de Ortega contra las universidades.

También víctimas de la estatización de las universidades son sus rectores, que cargan ahora con el peso del dedo acusador del sandinismo, siempre afecto a perseguir y encarcelar a sus opositores. Por eso, Adrián Meza, de la Paulo Freire, decidió exiliarse en Costa Rica, desde donde habló con la prensa independiente nicaragüense y acusó al gobierno de Ortega de querer gestionar la educación en el país con criterios políticos, como le dijo a CONFIDENCIAL: “No son criterios académicos, no son criterios educativos, sino que son criterios de sujeción política”.

Algo similar declaró en el mismo medio el exrector de la Universidad Americana (UAM), Ernesto Medina: “En este momento quienes tenemos al frente de la educación son comisarios políticos, agentes políticos. Personas que se ocupan únicamente de velar porque en todas las etapas del sistema (educativo) la gente solo obedezca las órdenes de los personeros del Gobierno”.

Pasar del pensamiento crítico al pensamiento único parece ser el objetivo de este último zarpazo del régimen contra las universidades. Un hecho que tiene un antecedente en Nicaragua, contribuyendo aún más a los paralelos históricos que Ortega se ha acostumbrado a trazar con la dictadura de los Somoza. En 1946, como recordó el diario La Prensa, Anastasio Somoza García cerró la Universidad Central en venganza por la oposición que había recibido desde esos claustros contra su reelección.

Los estudiantes siempre han incomodado a los autócratas en América Latina. La Masacre de Tlatelolco en México (1968) y La Noche de los Lápices en Argentina (1976) son solo dos ejemplos de que lo que está haciendo Ortega ahora en Nicaragua repite parámetros de las peores dictaduras. Y la figura de Lesther Alemán, el joven que hoy aparece derrotado por su verdugo sandinista, puede transformarse en la bandera que una nueva generación de nicaragüenses enarbole para luchar contra los abusos de una familia atrincherada en el poder. Lo mismo que hizo alguna vez el propio Daniel Ortega bajo el símbolo de otra víctima de la más dura represión en Nicaragua: Augusto César Sandino.


* Miembro de la mesa editorial de Connectas


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