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Históricos y trágicos apodos políticos

Lo peor de todo, es habernos hecho llegar al fatídico abril de 2018, con su gobierno-resumen de todos los vicios y corruptelas de todas las apodadas

Paulo Abrao criticó “la profundización de las formas de represión contra los manifestantes”

12 de junio 2018

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Un lugar común que todos conocemos, es que el apodo se usa en lugar del nombre de una persona, según sugieren sus características físicas. Lo que no es común, es que no se conozcan instituciones con apodos políticos y no, precisamente, porque a alguien se le haya antojado sustituir sus nombres oficiales con apodos, sino porque  la función torcida que los políticos les han dado y les siguen dando a las instituciones, sus nombres se han convertido en simples apodos.

Aclaro: los nombres de las instituciones y de los organismos del Estado –y del mismo del Estado— se los pusieron los políticos durante  la separación de la Federación Centroamericana, en 1838, cuando constituyeron la República de Nicaragua. Pero este nombre oficial, con la práctica posterior de los políticos, se convirtió en un apodo, porque desde entonces Nicaragua no ha funcionado como una república cabal.


El nombre de República de Nicaragua, fue convertido en un apodo, porque su funcionamiento respondía al dominio e intereses de personas aún ligadas por la sangre y en lo social con los herederos de los colonizadores españoles. O sea, de los criollos, que también heredaron y pusieron en práctica el trabajo cuasi feudal y la discriminación de los nicaragüenses originarios.

Entre riñas interclasistas, la república siguió siendo un apodo, condición que se reforzó cuando al principio de la segunda mitad del siglo XIX, una facción (la demócrata-liberal, un auto apopo) le abrió las puertas del país a los filibusteros norteamericanos de William Walker. Este aventurero le acentuó el apodo, cuando se “eligió” presidente de la República de Nicaragua, y estableció la esclavitud en el país.

Nicaragua fue liberada de los filibusteros en 1856 con el sacrificio y la sangre del pueblo  humilde –cuyo más conocido representativo es Andrés Castro—, y con la conducción militar de un finquero-general nandaieño, nada oligarca, llamado José Dolores Estrada. Los pleitistas oligarcas pactaron, y continuaron con el control de la apopada república, y durante treinta años se repartieron el poder amistosamente entre familiares, amigos y partidarios legitimistas-conservadores (otro auto apodo).

A finales del siglo XIX (1893), un terrateniente capitalino de apodo liberal, José Santos Zelaya, derrocó al último gobierno conservador, hizo algunas reformas necesarias para la apodada república. Se enamoró perdidamente del poder, lo retuvo con fraudes y métodos dictatoriales durante diecisiete años, pero le llegó su sábado, por medio del método indigno que antes utilizaron los liberales que trajeron a Walker, y a una escala aún más indigna: los conservadores pidieron la intervención del gobierno norteamericano para  que les quitara a Zelaya del poder.

Entre la injerencia diplomática de 1909, y la ocupación militar 1912-1933, con un breve intervalo entre 1926-1927, sumaron veintiún años en los cuales el imperio norteamericano se limpió lo que quiso con la apodada república de Nicaragua,  hasta convertirla en una cuasi colonia suya. Los yanquis ponían a los traidores en el poder con el apodo de presidentes; conservadores primero y liberales después. Un tal Moncada, diz que “general”, fue el primer liberal.

El segundo títere de apodo liberal, fue el dundo Juan Bautista Sacasa, a quien derrocó Anastasio Somoza García (1936), pero antes (en 1934) asesinó al General  Augusto C. Sandino por mandato yanqui, después de haber combatido por la soberanía nacional durante seis años (1927-1933) contra la intervención armada. La dictadura inaugurada por Somoza García, llegó para quedarse con el apoyo yanqui, y su apodada Guardia  Nacional, hasta 1979, con represión, robos y asesinatos. Y la República de Nicaragua, más que nunca, fue un triste apodo.

El pueblo, derramando su sangre en abundancia, derrocó a la dictadura, bajo la conducción militar –más militar que política y más política que ideológica— del Frente Sandinista de Liberación Nacional. La revolución de 1979, se convirtió en una frustrada experiencia, y mientras se soñaba con una República nueva, esta vez “socialista”, fuerzas externas y locales, y por los errores propios (siempre sangre mediante) se vino desdibujando el sueño. Vueltos a la realidad de 1991, nos encontramos, otra vez, con una República de Nicaragua, conservando su apodo de siempre.

Doña Violeta Barrios –con más ganas y buena voluntad que con posibilidades políticas— intentó convertir a Nicaragua en la República soñada de su marido, y por lo cual lo habían asesinado, Pedro Joaquín Chamorro.  Pero luego, pícaros aventureros de la política como quien, sin ser paisano de la Merkel se dice Alemán, hizo de la república una sucursal de la Cueva de Alí Babá, y si se hubiese reelegido –al estilo de sus colegas Somoza— Nicaragua no fuera el apodo de república que sigue siendo, sino el esqueleto de una res pública… consumida por la corrupción.

De la presidencia de Enrique Bolaños, no se puede decir mucho, aunque vale recordar que si él miró en la apertura de un restaurante MacDonald como el ingreso del país al “progreso” y a la “modernidad”, a Nicaragua la imaginó  como una… ¡hamburguesa “americana”! Para empezar, él mandó gente del Ejército Nacional en apoyo a los yanquis invasores de Iraq.  En ese corto lapso, el Ejército Nacional  fue un apodo. Y, por su lado, Daniel Ortega seguía “gobernando desde abajo”, incendiando alcaldías, pero ya no con el Frente Sandinista, sino con el apodo.

Así llegamos al 2007 con Daniel y Rosario. Lo peor de todo, es habernos hecho llegar al fatídico abril del 2018, con su gobierno-resumen de todos los vicios y corruptelas  de todas las apodadas repúblicas de nuestra trágica historia. Y ustedes, jóvenes, en primer lugar, lo están pagando con sus vidas, por culpa de un gobernante que, con su vice gobernanta, hace honor al apodo de presidente y vice presidenta, y quienes  ya gozan del apodo político de gobierno dinástico de la igualmente apodada República de Nicaragua.

Con ya casi ciento cincuenta asesinatos de estudiantes y trabajadores en su  haber –en solo cincuenta días—, ya superó en mucho las masacres somocistas de tiempos relativos de paz, y seguramente de la relativa paz en los 198 años de vida independiente (otro apodo).  En estas condiciones, todas las instituciones lucen sus nombres como verdaderos apodos: Corte Suprema de Justicia, Contraloría General de la República, Consejo Supremo Electoral, Asamblea Nacional, Policía Nacional, Autonomía Universitaria… de la peor manera que en todas las anteriores apodadas Repúblicas de Nicaragua.

A estas alturas, de éticas bajuras, se siente el temor de que el Ejército Nacional, por su injustificado silencio ante tantos crímenes en contra del pueblo, pudiera ser una mala señal de su conversión en otro apodo institucional, como la Policía. Felizmente, ese momento no lo hemos visto llegar, y ojalá nunca llegue.

Se tiene esperanzas en que, suponiendo que después de tantos asesinatos de tantos jóvenes  –solo armados con sus ideales de una República de Nicaragua nueva, sin apodo, libre y democrática—, a los más sensibles y menos comprometidos de sus miembros con la corrupción, se preguntarán: ¿somos el Ejército Nacional de la República de Nicaragua,  o somos un apodo al servicio de un par de individuos y su pandilla?

Pero, no valdría de nada que solo se lo preguntaran, si su respuesta… ¡no fuera en favor del pueblo que los mantiene con sus impuestos!

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Onofre Guevara López

Fue líder sindical y periodista de oficio. Exmiembro del Partido Socialista Nicaragüense, y exdiputado ante la Asamblea Nacional. Escribió en los diarios Barricada y El Nuevo Diario. Autor de la columna de crítica satírica “Don Procopio y Doña Procopia”.

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