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Aminta Granera claudicó

Prometió justicia a los sobrevivientes de la masacre de Las Jagüitas, pero ni siquiera ha presentado ante el juez a los 14 agentes policiales. Son las horas más bajas de la que fue una de las mujeres más admiradas del país, que entregó la Policía a las órdenes directas del comandante Ortega

Carlos Salinas Maldonado

17 de agosto 2015

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En la década del setenta del siglo pasado una joven aspirante a novicia de León, de familia acomodada y que tocaba la guitarra, fue atraída por la épica lucha de unos muchachos que soñaban con derrocar a la dictadura somocista, hartos de que su país fuera gobernado durante cuatro décadas como república bananera, hundido en la violencia política, la pobreza y sin libertad.

La joven Aminta Granera cambió sus aspiraciones de entregarse a Dios en cuerpo y alma por una más mundana: el apoyo al Frente Sandinista para echar del poder a Anastasio Somoza Debayle, el último de la dinastía. Como ella, centenares de jóvenes de la clase media nicaragüense apoyaron lo que luego se conocería como la revolución sandinista. Con el triunfo de esa revolución comenzó el ascenso de Granera dentro de la burocracia del país liberado, primero en las filas del Ministerio del Interior fundado por el fallecido comandante Tomás Borge.


Con la caída del sandinismo en 1990, Granera formó parte de la nueva Policía Nacional de Nicaragua, un organismo que aspiraba a dejar sus raíces partidarias para convertirse en una institución profesional. Granera fue ascendiendo dentro de la institución con una hoja intachable, hasta que el 5 de septiembre de 2006 el entonces presidente Enrique Bolaños —un político de las filas del liberalismo, pero de credenciales conservadoras—la nombró jefa de la Policía.

La llegada de Granera a la máxima jefatura de la Policía generó grandes expectativas en el país, porque se trataba de una mujer profesional, preparada en temas de seguridad, conocedora de la institución y de la realidad política y social de Nicaragua, con un discurso social, de garantizar la seguridad para todos independientemente de sus posiciones económicas o simpatías políticas.

Granera dijo que se encargaría de revisar "minuciosamente cualquier denuncia de cualquier tipo" que tuviera que ver con abusos del cuerpo policial. Rápidamente se convirtió en un personaje respetado y querido en Nicaragua, a tal punto que en las encuestas marcaba como la personalidad mejor valorada del país, con una opinión favorable superior al 80%.

Bajo su cargo la Policía comenzó una lucha frontal contra el narcotráfico (llegó a decomisar hasta 50 toneladas de drogas y más de 1,200 armas al crimen organizado), procuró mantener los bajos niveles de violencia del país (Nicaragua tiene una de las tasas de homicidios más bajas de Centroamérica, 8.4 por cada cien mil habitantes), con tasas de secuestros extorsivos de un promedio de cuatro al año y mejoró la imagen de la institución al destituir a oficiales corruptos. Muchos le veían un futuro político como posible candidata a la Presidencia.

Granera demostró, de forma audaz, ser una maestra de la comunicación y las relaciones públicas, a tal punto de hacerse filmar mientras sus subalternos la cargaban a cuestas el día de su cumpleaños y la echaban en una pileta de agua, todo risas, mientras le cantaban Las Mañanitas. Logró crear un aura de mujer competente, sensible a los problemas sociales, de mano fuerte pero benevolente, una cazadora de los malos, una súper mujer que se plantaba ante el narco o el crimen organizado para evitar que infestaran al país. Ella dibujó una Policía que sería idealizada a nivel internacional, escondiendo muy sagazmente los errores de sus subalternos y la corrupción que castigaba a la institución.

Pero la imagen de novicia rebelde que dejó el hábito para sacrificarse por su país, de mujer de posiciones firmes con un amplio sentido del servicio, poco a poco ha ido dando paso a un descontento general en Nicaragua. Es como si con el tiempo la hermosa pintura que ella misma estilizó se ha comenzado a desteñir, dejando en evidencia sus flaquezas y su ambición. La prensa nicaragüense ha documentado el incremento exponencial del patrimonio económico de la exnovicia, que pasó de tener una pequeña casa de clase media en las cercanías del viejo Estadio Nacional de Béisbol de Managua, a una mansión supervigilada en una zona semirural, mientras en la entrada a la ciudad de León, cuenta con un ostensoso cortijo que ella rescató y rehabilitó.

El deterioro de su imagen también va de la mano de las ambiciones del presidente Daniel Ortega de controlar la Policía, de hacer retroceder la institución hasta sus orígenes, cuando era un órgano armado a las órdenes del sandinismo. Ortega cambió la Ley Orgánica de la Policía para asegurarse su subordinación, ha ascendido en la escala de sucesión a oficiales afines, retirado a otros leales a Granera, y ha convertido a la Policía en un órgano que ha pasado del respeto y la admiración de los nicaragüenses a ser temido por la población.

Y en el proceso, Aminta Granera claudicó. No sólo se mantuvo en el cargo ilegalmente, sino que entregó la institución a las órdenes del Comandante. Con ello, la otrora querida y respetada institución se convirtió en un órgano represivo, al servicio de un régimen que ha deteriorado la institucionalidad democrática del país e instaurado un sistema donde manda la familia Ortega.

Las organizaciones de derechos humanos han denunciado abusos de parte de la policía, las celdas de la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ), conocidas popularmente como El Chipote, se han convertido en centro de tortura de opositores, campesinos, jóvenes activistas. Oficiales de la Policía han reventado con lujo de violencia protestas contra el gobierno, desde los miles de campesinos que se han opuesto abiertamente a la construcción de un canal interoceánico en el país —cuya concesión fue entregada por cien años al misterioso empresario chino, Wang Jing— hasta la de un grupo de ancianos que formaron un movimiento llamado con cariño como “los viejitos”, que exigían al Gobierno la entrega de una pensión mínima. Ese movimiento logró la solidaridad sin precedentes de centenares de jóvenes, que apoyaron la protesta al ritmo de música y vigilias, pero que una noche fue asaltado a la fuerza por huestes del Frente Sandinista, bajo la vista y paciencia de oficiales de la Policía Nacional. Hubo ancianos y jóvenes heridos y detenidos, vehículos robados, pero lo que más dolió a la población fue que aquel ataque quedó en impunidad. Aminta, como el juramento siciliano establece, calló ante el asalto criminal.

En la impunidad también han quedado otras graves denuncias que incluyen a hombres colgados de los testículos por oficiales, jefes policiales acusados de participar en asesinatos de familias opositoras en el interior del país, violación de una niña en las inmediaciones de la casa presidencial por parte de policías, detenciones ilegales, hasta la golpiza de diputados opositores que la semana pasada pedían elecciones transparentes ante la sede del Tribunal Electoral, en Managua.

Pero lo que ha despertado una indignación general fue el asesinato, la noche del sábado, de dos niños y una mujer de 22 cuando regresaban junto a su familia de un oficio religioso. Granera se trasladó esa misma noche hasta la zona del asalto. Prometió justicia. Y lloró. Un llanto que, sin embargo, no ha convencido a los nicaragüenses, que piden la dimisión de la mujer que hasta hace unos años admiraban. Aquella mujer que tras sentarse en su cargo como jefa de la Policía había prometido que revisaría "minuciosamente cualquier denuncia de cualquier tipo" contra el actuar de sus subalternos, ahora traiciona su palabra y otra vez calla. Traiciona a la familia doliente. Y traiciona sus lágrimas. Granera dejó pasar más de cuatro días sin acusar ni presentar a los agentes y oficiales involucrados en la matanza, burlándose de los padres de los niños asesinados y de los familiares de la joven que también murió acribillada la noche del sábado.

El año pasado, cuando Ortega ordenó la destitución de dos oficiales leales a Granera, la jefa policial dijo: "Aquí nosotros no somos eternos, nadie es eterno. Todos tenemos que salir, unos ahora, otros mañana y otros pasado mañana”. Muchos se preguntan si ya llegó el turno de la jefa policial. Granera, que lleva pequeñas reliquias religiosas colgando en sus muñecas, dijo el lunes: “no pondré mi renuncia”. A pesar de vivir sus horas más bajas al frente de la institución que la convirtió en su momento en la mujer más admirada de Nicaragua, Granera se resiste a caer, aunque hace mucho tiempo claudicó como jefa de la institución y traicionó a los nicaragüenses al incumplir con el mandato que se le asignó: garantizar la integridad institucional de la Policía, la paz, y la seguridad de los nicaragüenses.

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Carlos Salinas Maldonado
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